Autocronograma

AUTOCRONOGRAMA

2008: 23 años deseando esta carrera.

2010: Bitácora de quien estudia en Puán porque la vida es justa y (si te dejás) siempre te lleva para donde querés ir.

2011: Te amo te amo te amo, dame más: Seminarios y materias al por mayor.

2012: Crónicas de la deslumbrada:Letras es todo lo que imaginé y más.

2013: Estampas del mejor viaje porque "la carrera" ya tiene caras y cuerpos amorosos.

2014: Emprolijar los cabos sueltos de esta madeja.

2015: Pata en alto para leer y escribir todo lo acumulado.

2016: El año del Alemán obligatorio.

2017: Dicen que me tengo que recibir.

2018: El año del flamenco: parada en la pata de la última materia y bailando hacia Madrid.

2019: Licenciada licenciate y dejá de cursar mil seminarios. (No funcionó el automandato)

2020: Ya tú sabes qué ha sucedido... No voy a decir "sin palabras" sino "sin Puán".

2021: Semipresencialidad y virtualidad caliente: El regreso: Onceava temporada.

2022: O que será que será Que andam sussurrando em versos e trovas 2023: Verano de escritura de 3 monografías y una obra teatral para cerrar racimo de seminarios. Primer año de ya 15 de carrera en que no sé qué me depara el futuro marzo ni me prometo nada.

13 de febrero de 2015

Roa y Moyano para Saer y Tizón

El Realismo profundo en los cuentos de Daniel Moyano: prólogo a «La lombriz»

Augusto Roa Bastos





Con Artistas de variedades, su primer volumen de relatos publicado en Córdoba en 1960, Daniel Moyano se ubicaba de entrada entre los valores más representativos de las últimas generaciones en la narrativa del interior; los que como Di Benedetto, Ardiles Gray, Manauta, Rodríguez, Codina, Saer, Lorenzo, Lagmanovich, J. J. Hernández, T. E. Martínez, Foguet y otros (algunos sin obre reunida en libro todavía), han venido intentando una renovación de las formas y estructuras tradicionales y un reajuste de sus módulos expresivos en el cuadro de conjunto de nuestra literatura de imaginación en América. Por caminos técnicos, estéticos y aun ideológicos diferentes, estos escritores entre los veinte y los cuarenta años, sin formar grupos ni escuelas, han coincidido en la preocupación común de superar las limitaciones del regionalismo, en sus formas más epidérmicas y tópicas. Bajo el signo de una conciencia crítica y artística muy aguda, se empeñan en ahondar en los valores de su singularidad y trascenderlos a una dimensión más universal; en lograr, en suma, una imagen del individuo y de la colectividad frente a sus propias circunstancias, lo más completa y comprometida posible con la totalidad de la experiencia vital y espiritual del hombre de nuestro tiempo. A esta clase de narradores pertenece Daniel Moyano.
Su primer libro de cuentos sorprendía ya por la madurez de su talento, por la seguridad de su oficio. Una madurez y una seguridad que brotan de un nativo instinto de narrador y no del mero ejercicio de la literatura, y que se manifiestan hasta en sus imperfecciones, en sus descuidos formales, que parecieran consentidos para quebrar deliberadamente la concentración de un estilo cuya eficacia mayor reside en su economía expresiva, en su intencionalidad más que en el relieve externo. Trabajada hasta la maceración, su prosa no ha perdido empero la frescura, la simplicidad y la espontaneidad coloquial, indispensables al género que cuenta, cuya genealogía oral determina esta exigencia específica. La concisión verbal y la ausencia de precauciones y complacencias estilísticas -en las que, a despecho del ejemplo de Horacio Quiroga, continúa empeñada una buena parte de nuestros cuentistas americanos- son precisamente las virtudes de Moyano, las características de su manera de narrar.
Como Quiroga, como los grandes cuentistas de todos los tiempos, él procede por excavación y no por acumulación, por la creación de atmósferas, de un cierto clima mental y espiritual, más que por el abigarrado tratamiento de la anécdota. Este es también el mejor indicio de su realismo, que trabaja en profundidad. No busca reproducir las cosas sino representarlas; no trata de duplicar lo visible -módica operación que se resuelve siempre en falsificación- sino, principalmente, de ayudar a ver en la opacidad y ambigüedad del mundo: no sólo en la realidad física, sino también en la realidad metafísica, eso que, siendo reflejo de lo real, sólo un ojo límpido, educado en la visión interior, puede percibir. (No hace falta aclarar que empleo la palabra no en sus connotaciones finalistas o escatológicas, sino en su sentido psicológico y moral).
Pero Moyano no es un moralista. Es más y menos que eso: es un narrador que da vueltas en torno a su obsesión humana y se mide con la presencia inhumana del mundo arrancando a estos dos enigmas primordiales las partículas de verdad que nos ofrece en sus cuentos y que al estallar en su núcleo intransferible, por liberación de su energía significativa, prenden en el lector las evidencias de sus propias verdades. ¿No es éste el más válido pretexto de una literatura de imaginación?
El de Moyano, después de todo, es un realismo profundo a fuerza de ser objetivo, a fuerza de querer ser un sondeo de todo lo real, de sus estratos más ricos e inéditos. Discípulo de Kafka y de Pavese, aprendió del primero que el tema de una narración verdaderamente profunda es de raíz metafísica y que la única manera de trascender lo anecdótico es dotándolo de una significación alegórica o simbólica. De Pavese aprendió que no se puede dar verdadera vida a una narración sin un fondo mítico. Como a Pavese, tampoco a él le preocupa «crear personajes» como fin sino como medio de la narración, cuya vitalidad íntima es el ritmo de lo que sucede. La lección de Pavese fue muy explícita: «Su tarea (la del narrador) está en aferrar y construir los sucesos siguiendo un ritmo intelectual que los transforma en símbolos de una realidad dada». Por eso, «narrar en modo alguno está constituido por realismo psicológico ni por naturalismo, sino que consiste en un diseño autónomo de acontecimientos, creados según un estilo, que es la realidad de quien relata, único personaje insustituible».
Los modos narrativos de Moyano responden en esencia a estas nociones ancilares de Kafka y de Pavese. Pero dichas influencias y otras que desde luego se advierten en el narrador argentino, lo han nutrido sólo en los puntos de su idiosincrasia personal afines de su idiosincrasia personal con la de sus modelos sin afectar lo que podría ser la originalidad de su intuición y las posibilidades de desarrollo de su propia concepción artística.
Tales rasgos de estilo ya evidentes en Artistas de variedades, reaparecen decantados y aun, si cabe, más nítidos en su segundo libro de cuentos titulado La lombriz. Vinculados por una unidad temática y estilística muy compacta, todos ellos ilustran acerca de esa obsesión a que aludíamos, y que de seguro es la fuente, la razón misma de su vocación de narrador. La mayoría de sus historias se parecen entre sí, se enlazan, se superponen o se despliegan en variantes cíclicas en torno a este conflicto central que focaliza su sistema narrativo. Su anécdota podría resumirse así: Un niño, por causas que no se aclaran, debe abandonar la casa paterna y es recogido por unos parientes. Hasta su mayoría de edad, no podrá dejar este transitorio refugio, que acaba convirtiéndose en un lugar de confinamiento y de castigo. La espera se arrastra sobre un tiempo imprecisable, marcado no por días ni por años sino por peripecias y desdichas, que tampoco varían demasiado. El protagonista pasa de la infancia a la adolescencia, pero en lugar de adelantar hacia el futuro, hacia ese límite incierto y siempre postergado de su liberación, lo que hace es retroceder espiritualmente a contravida, buscando como único refugio a su desamparo y a su soledad el recuerdo de su infancia, de la que nada dice pero a la que, acaso engañándose conscientemente, se la imaginaba dichosa. No menciona jamás a la madre. No sabemos en definitiva qué piensa de ella. Sólo recuerda al padre, a quien supone en la cárcel o confinado también en algún lugar degradante. En la ausencia lo ha transfigurado. Con obstinada fe espera su venida. Un día aparece, o por lo menos él se convence de ello. Admite que se ven furtivamente, fuera de la casa de los tíos. El protagonista afirma que le ha prometido llevarlo consigo, pero el día en que ha de venir a buscarlo, falta a la cita. Desaparece otra vez para siempre y todo sigue como antes. Cuando por fin se cumple el plazo, el muchacho se marcha de la sórdida casa. Al cabo de los años, sin embargo, volverá. Es un intruso en todas partes. Regresa, ya adulto, al miserable poblacho porque, después de todo, allí vivió y amó; y por lo menos ese recuerdo lo protege contra la absurdidad del mundo.
Una primera constelación de mitos muy conocidos trasciende la sencilla y nada original anécdota: el paraíso perdido de la infancia, la claustrofobia del hombre en un universo cerrado (angustia de la vida no vivida en el limbo prenatal, angustia de la muerte), inmolación de la víctima inocente, la promesa de salvación simbolizada en el padre, los falsos redentores, el sentido de la culpa y de la expiación según la teología cristiana, etc. El autor no busca rescatarlos ni complijizarlos con retorcimientos inútiles. La casa de los parientes es lisa y llanamente el «infierno»; a los tíos y primos llama «demonios» o «malditos». Las relaciones de afectividad con el padre, la ausencia de la madre («como si no hubiera existido»), insinúan una inversión del mito edípico, poco frecuente en la literatura novelesca. Se podrían encontrar muchas correspondencias y analogías de este orden, pero no es eso lo que importa, ni siquiera la posible verdad autobiográfica sino su verosimilitud significativa; esta obsesión vortical, a la que las figuras míticas convergen, y que desemboca en la angustia metafísica del hombre tabicado y victimado por la violencia del mundo, como rehén, como víctima propiciatoria.
Se ha visto que ni siquiera la anécdota es lo importante. En un discurso lento y contrario temporalmente a todo patetismo -Moyano nunca alza la voz ni apela a los recursos efectistas-, de una aparente blandura sentimental pasamos sin damos cuenta a una atmósfera trágica cuya temperatura va subiendo no por la impostación y el énfasis, sino, precisamente -como en Kafka o en Pavese-, por la tranquila desesperación con que la criatura humana asiste al implacable avance de la fatalidad y descubre el fondo de naturaleza inhumana en que está instalado bajo la apatía de lo cotidiano y lo conformista. Insensiblemente pasamos del opaco mundo real a un trasmundo donde estas costumbres están en suspenso. Al principio no advertimos más que una suerte de primer plano en el que transcurren pausadamente los hechos que se relatan con escueta objetividad, con una objetividad que se aplica tanto a lo material como a lo espiritual, a los hechos concretos como a los psicológicos. El autor no interviene, comenta, interpreta ni explica nada; se limita a disponer la presencia de las cosas, de los seres, de los sucesos, según la perspectiva de una mirada como abstraída en otra inquietud, en otra visión. Gradualmente, a medida que la receptividad del lector se acomoda a la difracción, se le revela otra perspectiva, mucho más rica y completa, a la manera como sucede en algunas narraciones de Melville o de James. Las dos irán desarrollando un sordo contrapunto, sosteniéndose e impregnándose hasta engendrar una tercera dimensión, hecha a la vez de presentimiento y de memoria. Aquí se desarrollan otros acontecimientos que no se narran pero que acaban contaminando la atmósfera de los relatos con un soplo sereno y ominoso. De contragolpe, las relaciones entre los hechos narrados se alternan, de un cuento a otro. La misma anécdota parece narrada desde distintos ángulos, en distintas circunstancias, con distintos centros de interés. Así, cada relato simula una repetición, ensaya una recurrencia, aporta un dato, un fragmento, de la escena clave nunca entrevista claramente, y lo que proyecta en una imagen mental, llena de reverberaciones psíquicas, sobre la pantalla de ese turbio vacío interior que ha invadido todo el libro, es la atmósfera del libro. El tiempo mismo parece estático, o anulado por los hechos que se suceden no como en una evocación sino como en una reflexión sobre el pasado que lo descompone y modifica una y otra vez a favor de una adaptación visual y simbólica al momento presente de la narración. Una luz monótona golpea al ras de los seres, los objetos, al paisaje, confundiéndolos sin mezclarlos. Más que en esta atmósfera abstracta y sin embargo viviente, es esta inquietud o visión de fondo lo que los unimisma en una absorta semejanza, en un estado de expectativas. Pero no esperan nada; a lo sumo recuerdan, vuelven el rostro hacia ese acontecimiento innombrable que ya ha sucedido, que está sucediendo, cuya inminencia se anuncia por signos apenas perceptibles.
De pronto, algún cuento introduce un intervalo, y en él surge algo que no se preveía pero que completa el sentido de algunos símbolos, de algunos hechos. En «El monstruo», del primer volumen, por ejemplo, la veta kafkiana de la soledad y de la postergación infinita, de la radical incomprensión e incomunicación entre los seres, surge en ese animal mítico que se objetiva a lo lejos a través de la descripción que hace el protagonista de su propia ansiedad. «La fábrica», de la misma serie, mediante una fábula transparente y agobiadora, escenifica la monstruosa alienación del hombre contemporáneo por el maquinismo y la impersonalidad del poder económico que domina sobre esta forma de esclavitud moderna. En «El rescate», de la segunda colección, no es el hijo quien recupera a la madre nunca nombrada en sus recuerdos: es la madre quien recupera al hijo muerto, en la persona de su propio matador.
El método de representación alegórica del autor, sin embargo, es tan sobrio como su estilo. El símbolo nunca se impone escenográficamente; procede por radiación. Esto es lo que confiere su mayor fuerza de sugerencia al contrapunto entre mito y realidad; un contrapunto que se hace aún más desesperante por la lentitud con que incuba sus encrucijadas y sus paroxismos, desprovistos de violencia, no henchidos más que de amenazas, que sólo un ojo, una sangre visionaria -los del protagonista- pueden vislumbrar y padecerlas por anticipado. Aquí, lo trágico es, precisamente, esa plenitud de sufrimiento que calla, de la que incluso parecería no tener conciencia en sí mismo, pero que observa en los demás, como un espectador pasivo aunque compasivo, y que narra con alusiones tangenciales no de un pudor pusilánime sino de una voluntad de ascesis conjuratoria que pareciera a él mismo alucinarlo. Asistimos así a esa especie de asombro y de repulsa con que el chico, el muchacho, que asume por delegación al narrador, anda a tientas en un mundo apacible en apariencia pero salvaje y enigmático en el fondo; sufrimos con él la perplejidad de un espíritu de inocencia condenado al desamparo y a la corrupción, y que, resistiéndose a claudicar, siente, no obstante, que debe adaptarse a su demoníaca perversidad en entregarse a ella, porque intuye que únicamente este poder de asentimiento le dará la fuerza de su rebelión pero también de su fidelidad. Este niño, este muchacho, este hombre que conserva la pureza en medio de la degradación, que se rebela desde lo íntimo de sí mismo contra la injusticia, que en medio de su miseria lo único que posee es ese «cofre tallado a mano de escaso valor real, pero de un incalculable valor ritual puesto que era lo único que conservaba de una edad más dichosa», este ser vencido pero invicto, de una ingenua sabiduría ancestral, esta criatura humana mítica llena de cicatrices y cuya mirada tan bien conocemos, ¿no es acaso la encarnación de nuestras colectividades americanas oprimidas? Pero no forcemos al mito a la demagogia; hablemos solamente de su expresión en la literatura «¡Cuidado con la fácil demagogia de exigir una literatura accesible a todo el mundo!» -escribía hace poco Julio Cortázar en un excelente estudio sobre el cuento-. «Muchos de los que la apoyan no tienen otra razón para hacerlo que la de su evidente incapacidad para comprender una literatura de mayor alcance. Piden clamorosamente temas populares, sin sospechar que muchas veces el lector, por más sencillo que sea, distinguirá instintivamente entre un cuento popular mal escrito y un cuento más difícil y complejo pero que lo obligará a salir por un momento de su pequeño mundo circundante y le mostrará otra cosa, sea lo que sea, pero otra cosa, algo diferente».

Esto es lo que ha ocurrido invariablemente con nuestros mayores narradores y es posible esperar que acontezca a los que continúan su tarea de adelantar nuestra literatura de imaginación. Ellos no practican -como decía Pavese de la suya- una literatura dialectal; tratan de nutrirse con la mejor savia nacional y tradicional, manteniendo los ojos abiertos sobre el mundo. La obra de Moyano, además, muestra una apertura hacia la esperanza, o por lo menos, a la certeza de que ella sólo es posible como un sentimiento de comunión y de solidaridad. «De nada valdría un cielo para unos pocos elegidos porque sería un lugar lleno de remordimientos -reflexiona el protagonista-. Cómo podríamos gozar del cielo cuando había un infierno. Y bastaba el dolor de un solo hombre para impedir la alegría».



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