Autocronograma

AUTOCRONOGRAMA

2008: 23 años deseando esta carrera.

2010: Bitácora de quien estudia en Puán porque la vida es justa y (si te dejás) siempre te lleva para donde querés ir.

2011: Te amo te amo te amo, dame más: Seminarios y materias al por mayor.

2012: Crónicas de la deslumbrada:Letras es todo lo que imaginé y más.

2013: Estampas del mejor viaje porque "la carrera" ya tiene caras y cuerpos amorosos.

2014: Emprolijar los cabos sueltos de esta madeja.

2015: Pata en alto para leer y escribir todo lo acumulado.

2016: El año del Alemán obligatorio.

2017: Dicen que me tengo que recibir.

2018: El año del flamenco: parada en la pata de la última materia y bailando hacia Madrid.

2019: Licenciada licenciate y dejá de cursar mil seminarios. (No funcionó el automandato)

2020: Ya tú sabes qué ha sucedido... No voy a decir "sin palabras" sino "sin Puán".

2021: Semipresencialidad y virtualidad caliente: El regreso: Onceava temporada.

2022: O que será que será Que andam sussurrando em versos e trovas 2023: Verano de escritura de 3 monografías y una obra teatral para cerrar racimo de seminarios. Primer año de ya 15 de carrera en que no sé qué me depara el futuro marzo ni me prometo nada.

30 de agosto de 2022

Escribo para Jujuy

 Y veo la luz. Y encuentro el Norte. Y siento mi brújula (además encerré al perro y eso me hace sentir mejor también)

Mi corpus es Nuestra parte de noche. Mi hipótesis ronda el gótico mesopotámico y la monstruosidad heroica. Trato de armarle tradición a Enriquez con Juanele y Saer. Constelo magia y hermosura.

Buscame como reseñadora y como reseñada

 POR EL CAMINO DE PUAN 4

Literatura de género

Gabriela Franco (coordinadora)

Esta publicación –realizada principalmente por estudiantes– se ha convertido en un viaje. El andar nos permite ir conociendo las obras literarias que hoy se están escribiendo e indagar en los temas que más nos inquietan en relación con el quehacer de la escritura.

 
En esta ocasión, quisimos saber cómo abordan sus obras lxs escritorxs que trabajan especialmente con lo que se suele llamar literatura de género (terror, ciencia ficción, policial, fantástico), un tipo de literatura que muchas veces ha sido subestimada y que hoy parece vivir un periodo de florecimiento y atracción en el campo cultural argentino.
 
También salimos a preguntar cómo fue y es la experiencia de publicar por primera vez un libro, ese momento crucial en que la obra abandona el espacio íntimo para salir a completarse en la mirada de lxs lectorxs.
 
Como en otras ocasiones, nuestra travesía incluye además cuentos, poemas, entrevistas y reflexiones. Estamos en movimiento. Confiamos en que la marcha nos transforma a cada paso y contribuye a urdir el mapa literario de nuestro tiempo.
  
  
  
 
 
DESCRIPTORES CONCEPTUALES
  • Letras
DESCRIPTORES TEMÁTICOS
    Literatura, Crítica de la Literatura Argentina

Si usted está interesado en adquirir la versión impresa de esta publicación, diríjase a nuestros Puntos de Venta o comuníquese al (54-11) 4432-0606 interno 195, o escríbanos a publicavent@filo.uba.ar

22 de agosto de 2022

Volver a ser alupna desde nuevo ecosistema

 Acá estoy: rara, apagada no encendida, asustadita, con las raíces al aire todavía pero poniéndole garra, aligiendo que es yo que no es yo, que quiero abrazar que quiero soltar. Puán y sus seminarios siguen siendo sostén, alimento e identidad.

Hoy lunes: mis tres seminarios de este cuatri que equilibran el culo y me alegran el aire virtual y los cuadernos rayados.

Sans objet: pour une épistémologie de la discipline littéraire

 Disciplina literaria para superar la crisis

Reseña de Sans Objet: Pour une épistémologie de la discipline littéraire (2021) de Annick Louis

por Mariano Vilar

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Annick Louis retoma en Sans Objet una pregunta que le hizo Josefina Ludmer a sus estudiantes cuando se creó la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA en 1985: ¿los estudios literarios, en tanto disciplina, deben ser considerados una ciencia social (es decir, incorporarse a esta nueva unidad académica)?, y si la respuesta fuera afirmativa, ¿qué tipo de ciencia social podrían ser? Como también recuerda Louis, la respuesta a la primera pregunta fue que no, y hoy la carrera de Letras continúa estando en la misma sede que Filosofía, Historia, Artes, etc. y no con Sociología, Ciencias Políticas, Relaciones del trabajo, etc.

En 2012, en las Jornadas Actualidad de la investigación literaria: Prácticas de la crítica, tuvo lugar una discusión hasta cierto punto comparable. En un contexto dominado por el crecimiento acelerado del Conicet, que se había convertido no hacía mucho en una opción real y no-tan-elitista de dedicarse a la investigación en literatura (sea por un tiempo o permanentemente) como trabajo full-time, una de las expositoras defendió la academización del estudio de la literatura y su inclusión en los programas y protocolos de la ciencia (social). Frente a esto, Daniel Link respondió, casi con indignación, que esto era abominable y que arruinaría nuestro campo de estudios, cuya matriz era la filología y no la ciencia.

Tal como señala la misma Louis, el primer problema que surge cuando asociamos ciencias sociales con estudios literarios es la palabra “ciencia”, que difícilmente se corresponde con la percepción que tenemos de nuestro propio trabajo. Recuerdo muy bien el día que en una clase de Teoría y Análisis Literario (probablemente la primera o la segunda semana de cursada del año 2003), Jorge Panesi preguntó qué pensábamos que era la teoría literaria, y yo levanté la mano para decir: “¿es el estudio científico de la literatura?”. Panesi respondió que la ciencia no era lo nuestro.

La pregunta de Ludmer, sin embargo, se vuelve más interesante si no la limitamos a la cuestión de ciencia vs. no ciencia (una oposición que, si no está contextualizada, no sirve de mucho). El problema, como repite Louis a lo largo de todo su libro, es en gran parte institucional. La pregunta de Ludmer surgía en un contexto de debate sobre la conformación de unidades académicas y planes de estudio luego de la última dictadura militar. La apuesta de Louis es retomarla en un contexto muy diferente, en el que por un lado la profesionalización y la burocratización de los protocolos de la investigación literaria están notablemente consolidados, pero al mismo tiempo, crece la percepción de que existe una crisis de legitimidad que no hará más que empeorar:

Lo que me interesa subrayar aquí es que la insatisfacción con el estado de nuestro campo, la dificultad para proyectar la disciplina hacia el futuro y el desconcierto (que puede tener varias causas, incluidas las elecciones individuales, la mala comprensión de un sistema institucional, o un cambio de orientación), son compartidos por un cierto número de actores. Nuestro recorrido nos permite también volver a lo que hemos considerado como los factores de transformación de la disciplina literaria: por un lado, los cambios en los modos de producción y circulación de la palabra escrita; por otro lado, el movimiento descrito por el desarrollo de disciplinas dentro de las ciencias humanas en Occidente. (p.165) [1]

Hay muchas respuestas posibles a esta crisis. Por ejemplo, podemos negar su existencia, declararla como parte de un proceso mucho más extenso (¿la secularización de las letras? ¿la transformación antropológica que acompaña el fin de la era Gutenberg? ¿el capitalismo de datos?) cuya teleología es por ahora inabarcable, o proponer algún tipo de respuesta. Podemos aspirar a refugiarnos en valores tradicionales asociados con la formación humanística y defender el conocimiento sobre la literatura como una manera de mejorar (humanizar, o quizás deshumanizar) al individuo y por extensión la sociedad, o como una manera de vincularnos con la belleza (aunque la estética esté bastante devaluada), o quizás como una manera de resguardar un patrimonio considerado valioso (aunque habría que definir por qué y para quién). Una opción más realista es aceptar que las instituciones académicas de las que la mayoría de los estudiosos de la literatura formamos parte son el espacio natural de la disciplina literaria, y construir desde allí una manera de validar nuestros saberes. La expresión “disciplina literaria” (poco común, sino inexistente, en Argentina) es una de las propuestas de Louis para marcar un quiebre con la tradición decimonónica de los estudios literarios y asumir frontalmente la necesidad de una mayor articulación con las ciencias (sin llegar al extremo de hablar de una “ciencia literaria”).

Para que esta disciplina pueda existir y prosperar, necesita preguntarse por sus condiciones de existencia, y la teoría literaria, con su historia de genios excéntricos, no es de mucha ayuda. De ahí la propuesta de Louis: es necesario desarrollar una reflexión epistemológica sobre la disciplina literaria. La reflexión se basará en la naturaleza del “objeto” literario, pero también (y quizás, incluso en mayor medida) del “sujeto” investigador y de las prácticas reales en las que está inmerso. Para esto, Louis usará su experiencia como investigadora en Francia y en Argentina para ofrecer cuadros comparativos y para proponer una epistemología que no se centra en proposiciones y axiomas, sino que busca entender el funcionamiento de una disciplina pragmáticamente. Este es, a mi juicio, el aporte más significativo de Sans Objet: un compromiso permanente y sistemático por pensar los problemas de la investigación literaria en sus condiciones de producción institucionales concretas.

Aunque mucho de lo que acabamos de describir podría conceptualizarse a partir de las “formaciones discursivas” de Foucault (o al menos del Foucault de Arqueología del saber), la referencia principal de Louis es una que aparece mucho menos frecuentemente en los estudios literarios: la teoría de las revoluciones científicas de Thomas Kuhn. Así, se pregunta si ya hemos logrado salir de una fase pre-paradigmática (es decir, la fase en la que todavía no se estableció una diferencia entre lo que es considerado “científico” y lo que es considerado “pseudo-científico”) en nuestra disciplina. El mayor problema para poder definirlo es que Kuhn considera que este salto se da en la ciencia cuando una escuela o línea de pensamiento logra superar un problema científico fundamental, y de esa manera se impone por sobre el resto de las teorías en discusión y se conforma en la base de la “ciencia normal” que tendrá lugar en el período inmediatamente posterior. ¿Cuándo sucedió algo así en los estudios literarios? ¿con el formalismo ruso? ¿con el estructuralismo de Praga? ¿con Crítica y verdad de Roland Barthes? Como también señala Louis: “en las ciencias humanas, la característica esencial parece ser la cohabitación de paradigmas” (p.142). La pregunta entonces no es solo si esto ya sucedió, sino más bien si es posible que suceda, es decir, si podemos (y si debemos) aspirar a un momento de ciencia normal en la disciplina literaria.

Todos sabemos que existen posiciones dominantes en ciertos períodos, así como existen también modas, pero no solemos considerar que ciertos enfoques sobre la literatura son “pseudo-científicos” por su marco metodológico. A lo sumo, podemos reconocer ciertos enfoques ingenuos, o incluso, aburridos. Las fronteras de lo aceptable y lo inaceptable en la disciplina existen, pero son extremadamente borrosas. Louis no busca con este libro establecer un corte. Sans Objet remite a menudo a la Pequeña ecología de los estudios literarios de Jean-Marie Schaeffer, [2]), en donde se proponía la necesidad de alcanzar alguna forma de conocimiento acumulativo en los estudios literarios, así como también la necesidad de apartarse de los esquemas normativos de análisis en pos de otros más descriptivos y capaces de articularse mejor con formas de conocimiento científico aceptadas. Louis es mucho más cautelosa en este sentido, y aunque defiende la necesidad de plantear la disciplina literaria desde las instituciones académicas en las que está enraizada, no lanza ninguna invectiva concreta contra aquellos y aquellas que, incluso dentro de las instituciones, opinan que estas son más bien un obstáculo a superar, o un mal frente al que hay que resignarse. Sans Objet no es, en ese sentido, un libro polémico. Es cierto que, sin embargo, su compromiso con la necesidad de adoptar metodologías de las ciencias sociales y con la necesidad de ajustar epistemológicamente lo que entendemos por “pruebas” e “hipótesis” está en las antípodas de las defensas que encontramos todavía del ensayo y de otras formas más estéticas o subjetivas de los estudios literarios que persisten y que a menudo son defendidas como contrapeso a la burocracia.

Quizás el problema mayor de este aspecto del libro es que apenas provee ejemplos. ¿Qué estudios o investigaciones actuales de la disciplina literaria, entendida a la manera de Louis, son dignos de destacarse? En nuestro ámbito más cercano (la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA), podemos encontrar distintas manifestaciones de la sociología de la literatura en las investigaciones sobre la literatura argentina contemporánea, donde el “archivo” (un tema clave en Louis) tiene una preponderancia notable. Convertido en uno de los tópicos predilectos de los estudios literarios de los últimos diez o quince años, el archivo es una zona de intersección bastante obvia entre el estudio de la literatura (incluyendo la filología, al menos en alguno de los sentidos del término) y la historia, la sociología y las ciencias de la información. Mientras que en su Pequeña ecología… Schaeffer defendía los enfoques cognitivos como una forma más descriptiva y científica de entender los procesos por los que se construye sentido en la literatura, en Louis predomina la necesidad de reconsiderar la circulación material de la literatura y desterrar cualquier prejuicio sobre la identidad estética absoluta del texto literario como una entidad autónoma.

La palabra “disciplina” no conlleva las implicaciones positivistas de “ciencia”, pero no por eso deja de tener una acepción castradora. ¿Reconstruir el objeto literario en un objeto disciplinar implica también disciplinarnos en tanto sujetos? No es un mero juego de palabras. El texto literario autónomo, entendido como un objeto estético dotado de sentidos infinitos y no circunscribibles a ningún contexto, soporte o intención subjetiva, es también el ámbito de la libertad interpretativa, que es contraria al conocimiento acumulable de la “ciencia normal”. Si la disyuntiva es entre el cientismo social y la libre expresión humana que asociamos tanto con la literatura como con su estudio (incluso si esta “libertad” se da en el marco de instituciones que la constriñen), es necesario demostrar que la primera alternativa es de hecho superadora y no solamente un ajuste necesario para nuestra supervivencia. Si es solo esto último, quizás prefiramos hundirnos como los músicos en el Titanic antes que ir corriendo a los botes… más todavía si consideramos que en esos botes probablemente no haya tantas personas con ganas de recibirnos. De hecho, la pregunta que hacía Ludmer a sus estudiantes en 1985 tiene una contracara interesante: ¿desearía hoy la Facultad de Ciencias Sociales recibir a los literatos?

Louis provee descripciones y recomendaciones exhaustivas de la forma en la que la disciplina literaria puede incorporar archivos, datos, encuestas, y otras herramientas que solemos asociar con las ciencias sociales. Disciplinar los estudios literarios es, a su juicio, la mejor forma de poder articularlos productivamente con otras disciplinas. Incluso si aceptamos que estamos en un mundo post-disciplinar, desde los estudios literarios necesitamos haber pasado por la disciplina para llegar ahí. De otra forma, seguimos reproduciendo una ideología en la que la literatura se presenta como una zona de encuentro de todo lo Humano. Las otras disciplinas pueden venir a nuestro jardín, admirar el paisaje y recoger plantas para ponerlas en macetas, pero solo los especialistas en literatura sabemos cuidarlas en su estado natural. Sin disciplina, los estudios literarios son una forma sofisticada de cottagecore.

La constantes apariciones de Ludmer y de Panesi en la argumentación de Louis ponen en evidencia que las propuestas epistemológicas y metodológicas de Sans objet no buscan convertir la disciplina literaria del confuso y desarreglado jardín en un monoblock estilo Bauhaus donde solo gobierne la racionalidad más rigurosa. Concretamente, Louis se refiere a la importancia de la escritura científica creativa y a la imaginación científico-literaria. Aunque allí menciona en una nota al pie su libro sobre Schliemann (L’invention de Troie) hubiera sido un excelente lugar para sumar ejemplos de distintas subdisciplinas de la literatura. ¿Qué es lo que hace que una hipótesis sea imaginativa y al mismo tiempo “científica”? La respuesta más obvia es: que sea original, o mejor dicho, relevante, pero que además esté demostrada. El trabajo de Louis sobre las distintas formas de prueba es elogiable por encarar un asunto no tan frecuentemente reconocido como problemático en los estudios literarios. Pero el problema de la prueba y la demostración vuelve sobre lo que decíamos arriba sobre la “disciplina”: ¿frente a quién tenemos que demostrar nuestras hipótesis e interpretaciones? ¿A quién le rendimos cuentas, a nuestra comunidad disciplinaria (la que evaluará nuestros papers, nuestras presentaciones a becas y subsidios, nuestros concursos docentes, etc.) o al Estado? ¿Y qué quiere el Estado de nosotros, literatos que ya ni siquiera sabemos enseñarle a leer a sus hijos, puesto que la alfabetización es un área de estudio de la lingüística y las ciencias de la educación?

En la quinta conferencia de El porvenir de nuestras instituciones educativas, Nietzsche reflexionaba sobre el papel del Estado en la educación y describía la siguiente escena:

Por su parte, el profesor habla a esos estudiantes que escuchan. Lo que piensa y hace en otros momentos está separado por un inmenso abismo de la percepción del estudiante. Muchas veces el profesor lee mientras habla. [...] Una sola boca que habla y muchísimos oídos, con un número menor de manos que escriben: tal es el aparato académico exterior, tal es la máquina cultural universitaria, puesta en funcionamiento. Por lo demás, aquel a quien pertenece esa boca está separado y es independiente de aquellos a quienes pertenecen los numerosos oídos: y a esa doble autonomía se la elogia entusiásticamente como ”libertad académica”. Por otro lado, el profesor -para aumentar todavía más esa libertad- puede decir prácticamente lo que quiere, y el estudiante puede escuchar prácticamente lo que quiere: sólo que, detrás de esos dos grupos, a respetuosa distancia y con cierta actitud anhelosa de espectador, está el Estado, para recordar de vez en cuando que él es el objetivo, el fin y la suma de ese extraño procedimiento consistente en hablar y en escuchar. [3]

Más allá de que Nietzsche aquí habla de la enseñanza universitaria y no de la investigación literaria, la tensión entre libertad, rigor y la imprecisa (pero estructural) demanda del Estado es análoga. Las defensas de la filología, de la hermenéutica y de la crítica literaria como crítica de la ideología son conservadoras en un mundo cuyos niveles de belleza, felicidad y justicia no se verán afectados por el estudio de la literatura. Pero la libertad académica que describe Nietzsche, y que era deudora de un sistema universitario en el que las Humanidades tenían un cierto protagonismo, también hoy está en crisis. Louis muestra que, al menos en Francia, muy pocos investigadores son “libres”. La lucha por la supervivencia y el financiamiento implica que a menudo se incorporen proyectos que no son los que hubieran elegido o que no tienen tanto que ver con su formación previa.

* * *

En la última parte del libro, Louis vuelve sobre la necesidad de deshacernos de las posiciones defensivas para salir del laberinto:

Mi propuesta aspira a captar los desafíos epistémicos de la reorganización actual con el propósito de no percibirla como una pura pérdida o destrucción que justificaría un retorno a la tradición, sino para aprovechar las relaciones que se pueden establecer con otras disciplinas para buscar formas de innovación. Llegado a este punto, la pregunta ya no es "¿cómo salir de esta crisis?" o "¿qué futuro hay para la literatura y los estudios literarios?" sino: "¿Qué posibilidades epistémicas abre nuestro presente?" (p.166-167) [4]

Esta última pregunta acompaña nuestra revista desde sus orígenes, así como también la sospecha de que la mera imitación de los grandes genios del ensayo (Barthes, Adorno, Derrida, Deleuze, Ludmer, Panesi, etc.) no es un camino prometedor, sobre todo si no es acompañado por una reflexión sobre las condiciones de posibilidad de esos discursos. Sans Objet es un aporte fundamental a esa reflexión. Ojalá contemos con una traducción al español y una edición local en el futuro cercano.

***

Louis, Annick. (2021). Sans objet: pour une épistémologie de la discipline littéraire. Paris: Hermann.

Pequeña ecología de los estudios literarios

 El campo y la ciudad

Reseña de Pequeña ecología de los estudios literarios de Jean-Marie Schaeffer.

por Mariano Vilar

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1. Paisaje

Nadie duda hoy por hoy que los estudios literarios, y humanísticos en general, forman un espacio habitable. Podemos cuestionar si las modalidades de ingreso, permanencia y expulsión son los más adecuados en cada contexto, o si las condiciones en las que posibilitan la supervivencia de sus habitantes reflejan adecuadamente sus necesidades existenciales. Pero estas discusiones (u otras de carácter más amplio) no niegan el hecho empíricamente comprobable de que la investigación en estas áreas se materializa todos los meses en pilas de papers, ponencias, tesis, conferencias y seminarios, a menudo realizados por individuos que pueden dedicar la mayor parte de su actividad profesional a estas tareas.

¿Qué sucede si intentamos observar el paisaje donde se realizan estas prácticas de forma panorámica? Nos encontraríamos entonces con un escenario similar al del cuadro de Corot. Un ámbito rural, ocupado por pequeñas agrupaciones de residencias conectadas por calles de tierra, que en algunos casos separadas por colinas, valles o ríos. Alguien podría decir que esta es la situación óptima para este tipo de estudios, y que aspirar a una modernización del paisaje mediante la construcción de autopistas destruiría su belleza rústica y su espiritualidad primitiva. Pero no es esto lo que sostiene Jean Marie Schaeffer en su Pequeña ecología de los estudios literarios, editada por Fondo de Cultura Económica y traducida por Laura Fólica.

Digamos para empezar que la metáfora del espacio rural para describir los estudios humanísticos (por contraposición al paisaje urbano de las ciencias “duras”) no es una idea de Schaeffer, sino que él la toma explícitamente de Tom Becher y Paul Trowler (2001). La motivación de esta metáfora se explica porque en las humanidades prima una lógica del aislamiento, en la que pequeños grupos buscan producir de forma más o menos autónoma sin contrastar críticamente sus presupuestos teóricos y epistemológicos con los habitantes de las regiones que los rodean. A esta tendencia a nivel micro (por ejemplo, en el interior de una única Universidad), se le suma otro aspecto más general: la raíz nacionalista de las investigaciones en literatura (y por extensión, otros fenómenos culturales), que hace de ciertas tradiciones un factor adicional de incomunicabilidad entre distintos enfoques.

Frente a este diagnóstico, podemos reaccionar de distintas formas. Podemos intentar discutirlo y decir que los estudios literarios no se corresponden realmente con este paisaje, y que existen formas de validación y contraste sistemático de hipótesis entre los grupos que en él habitan. Esto sería muy difícil, más allá de que hay algunas cuestiones menores que plantea Schaeffer que efectivamente, al menos a nivel local, es difícil ver [1]. Podemos, como sugeríamos más arriba, declarar nuestro amor por el paisaje inorgánico, segregado y en alguna medida “relajado” (aunque esto no implica que, como en tantos ambientes rurales, no existan grandes violencias entre los muros) de nuestras áreas de estudio. Esta postura quizás sería más fácil de defender (al menos, desde ciertos marcos teóricos), pero nos expone a algunas clásicas objeciones que se plantean cuando, por ejemplo, algún ministro de cultura o funcionario ligado de alguna forma a cuestiones de financiamiento institucional sostiene que los estudios humanísticos no son más que una teología hermética para iniciados que en nada contribuye con el desarrollo científico “real”, o también, a nivel más popular, que son sólo una forma de onanismo. Por último, podemos seguir a Schaeffer con su diagnóstico y ver hacia dónde nos conduce su propuesta de reconsiderar epistemológicamente la naturaleza de los estudios literarios. Es esto lo que intentaremos aquí, no sólo porque es nuestro principal objetivo dar cuenta del contenido de su libro, sino porque creemos que la mayor parte de sus planteos son acertados y concuerdan bastante bien con algunas de las ideas que sostenemos en esta revista desde su creación.

2. Crisis

Antes de continuar, este es un buen momento para mencionar que el libro de Schaeffer no sólo trata el problema del estatuto epistemológico de las humanidades en el contexto actual, sino que tiene a su vez otro eje: la “crisis” de las humanidades y su manifestación en los problemas de enseñanza de la literatura. En comparación al problema epistemológico, el interés y el tratamiento de este tema es muy inferior, con lo que nos proponemos resumirlo en pocos párrafos para poder concentrarnos en el auténtico meollo del asunto.

El libro se abre precisamente con un capítulo titulado “¿Crisis de la literatura o crisis de los estudios literarios?”, y la respuesta es claramente la segunda opción. No hay motivo para hablar de una crisis de la literatura, aun si los modos de apropiación, consumo y valoración social se han modificado mucho en relación con, digamos, la primera mitad del siglo XX. La crisis de la que habla Schaeffer, invitándonos a superarla, es la de la “cultura humanista” basada en la segregación de lo literario como una esfera superior del manejo de la palabra. La crisis auténtica está en los estudios literarios, y no tanto en su desarrollo a nivel superficial (ya que, como dijimos, abundan los espacios de producción académica y no académica de conocimiento sobre el tema) sino más bien en su legitimidad. Uno de los méritos del libro es que Schaeffer no enfoca esta cuestión a partir del tópico del “ocaso de la teoría literaria”, y aunque hace algunas alusiones a las principales escuelas teóricas del siglo XX, no considera en particular que la “ausencia” de este tipo de conceptualizaciones del fenómeno literario en general sea en sí misma un problema a tener en cuenta. Aunque su defensa del cognitivismo al final de su libro es sin duda partidaria (él mismo se dedica a este tipo de estudios), no puede decirse en rigor que su libro proponga el establecimiento de una teoría sobre la literatura en particular como forma de “superar” el duelo humanístico o la crisis de legitimidad.

El tema de la enseñanza es, desde la perspectiva de quien escribe esta nota, el más intrascendente del libro. Al menos, no ocupa un lugar protagónico en ninguno de sus capítulos. Schaeffer se limita a señalar, en varias ocasiones, que la forma en la que se plantea la literatura en los colegios franceses hace poco para estimular la lectura en los jóvenes, y propone algunas leves sugerencias bienintencionadas sobre lo lindo que sería una escuela que supiera guiar a los alumnos hacia una activación de la literatura como modo de acceso propio al mundo. Aquellas personas que se acerquen al libro interesadas en la pedagogía encontrarán poco de original en las ocasionales sugerencias de Schaeffer en este sentido.

Sin embargo, a nivel más general, hay una importante división que estructura todo el libro y que representa uno de los puntos de contacto entre su perspectiva sobre la investigación y los problemas de la enseñanza. Schaeffer sostiene que a menudo se ha mezclado, en los estudios literarios, un enfoque descriptivo con uno normativo. Mientras que el primero, siguiendo un espíritu empírico y/o fenomenológico, se basa en el intento de analizar la literatura y sus modos de circulación y funcionamiento, el segundo intenta dar una respuesta a la pregunta "qué es lo literario" basándose en alguna teoría sobre aquello que debe ser. El ejemplo que da Schaeffer de esta última tendencia no proviene de algún clasicista del siglo XVIII sino de los "estudios culturales", que desde su perspectiva, no hacen más que mantener el modelo normativo en la medida en que proponen un "contra-canon" que se opone al modelo de canon humanista, pero que no por eso deja de sostener una visión muy fuerte acerca de cómo la literatura debe afectar a nuestra construcción de valores. [2]

La confusión entre lo "normativo" y lo "descriptivo" no es sólo patrimonio de los maestros de escuela o los críticos literarios sino que, nos dice Schaeffer, aparece incluso entre los teóricos de la literatura. Esta confusión se da a menudo cuando se intentan sostener concepciones acerca de la "naturaleza" del hecho literario que de alguna forma presuponen (o indican explícitamente) una valoración acerca de lo que la literatura debería ser. Los ejemplos más obvios provienen probablemente de los distintos "formalismos" del siglo XX que tienden a asociar la literatura con una valoración axiológica ligada al juego de significantes como si en esto estribara su naturaleza intrínseca.

En todo caso, Schaeffer reconoce (y se ataja) en numerosas ocasiones a lo largo del libro que ambos enfoques son perfectamente válidos, y que han existido y existen numerosos críticos/teóricos que han sabido combinarlos de forma efectiva y autoconciente. No por esto deja de ser cierto que mantenerse alerta a las diferencias entre describir y normativizar resulta necesario para poder modificar el paisaje fragmentado y rural hacia una construcción del conocimiento donde las formas de validación puedan ser compartidas fuera de pequeños grupos relativamente aislados.

3. Comprensión e intencionalidad

La división entre enfoques normativos y descriptivos, aunque un poco simplista, resulta intuitivamente comprensible. Sin embargo, si intentamos pensar en la auténtica posibilidad de un estudio puramente "descriptivo" de algún fenómeno ligado a lo literario, nos encontramos con dificultades inmediatas. ¿Es posible siquiera "comprender" un texto literario sin partir de una serie de preconceptos axiológicamente motivados? ¿Qué clase de "descripción" puede considerarse "objetiva" en este área, fuera del conteo de sílabas? ¿Existen acaso "métodos descriptivos" equivalentes al "método científico" que podamos aplicar a la literatura? En pocas palabras, nos encontramos con la gran tradición hermenéutica, expresada ejemplarmente en Verdad y método de Gadamer, quien respondió negativamente a todas estas preguntas.

El diálogo con la tradición hermenéutica (que ocupa todo el capítulo V) es seguramente el aspecto más interesante del libro de Schaeffer, y tiene la ventaja adicional de informarnos sucintamente algunas de sus características. Digamos de entrada que lo que se propone Schaeffer no es negar su validez, ni tampoco (aunque a veces coquetea con la posibilidad) levantar los estandartes del positivismo cientificista en contra de las huestes de la circularidad hermenéutica. Más bien, su objetivo consiste en demostrar cómo muchas de las tesis centrales que provienen de esta línea de pensamiento han sido sobreinterpretadas abusivamente y que, por lo tanto, no se oponen realmente a la posibilidad de un enfoque descriptivo que busque producir una forma legítima de "verdad". Abandonar esta pretensión, dice Schaeffer en un giro muy poco posmoderno, es condenar a los estudios literarios a formar parte de la masa gigantesca de discursos intrascendentes que circulan en la sociedad prescindiendo de cualquier base crítica.

El núcleo del problema es identificado con una interpretación abusiva de la dupla “explicar” y “comprender” (donde el primer elemento se refiere al conocimiento de las causas que caracteriza las ciencias y el segundo la captación del significado propio de las humanidades) que identifica la “descripción objetiva” con la explicación. Dado que las ciencias humanas, según la hermenéutica filosófica se caracterizan por la “comprensión”, entonces la “descripción” quedaría por fuera de su alcance y toda pretensión de producir un conocimiento objetivable queda denegada. Lo que Schaeffer necesita demostrar es que es perfectamente posible, e incluso muy habitual, que describamos hechos intencionales como los que produce la cultura, y que la “comprensión” también está sujeta a criterios de verdad.

Uno de los argumentos más sencillos para demostrar esto es la clásica defensa contra toda forma de relativismo extremo. ¿Cómo puede decirse que no existen criterios de verdad y pretender que esa misma enunciación quede por fuera de esa autolimitación? Schaeffer cita algunos comentarios desdeñosos de Heidegger en contra de ese tipo de argumentación dialéctica, pero no deja por eso de sostener que la pregunta es pertinente para entender “el decir humano”. A nivel más general, su argumentación apunta a demostrar que en nuestra experiencia diaria podemos comprender y explicar adecuadamente, y podemos comprender o explicar de forma equivocada. Como seres humanos, producimos hipótesis sobre hechos intencionales tales como enunciados en una conversación, en un cartel publicitario, o en una novela de Joyce. Aun si se trata de hechos claramente diferentes a la fotosíntesis de un geranio, no hay motivo para negarles a priori la posibilidad de una descripción.

Por supuesto, esto trae como mínimo dos preguntas. La primera, más general, es: ¿existe un método (o un conjunto de métodos, o de presupuestos metodológicos) que podamos aplicar para producir descripciones “correctas” de fenómenos culturales?, y la segunda, más específica: ¿no es engañoso hablar de “hechos intencionales” para pensar en obras literarias? Todos podemos aceptar que en la conversación diaria podemos entender “bien” o “mal” un enunciado, en la medida en que aceptemos que el criterio de verdad es lo que nuestro interlocutor quiso decir. Pero cien años de teoría literaria nos ponen automáticamente en alerta frente a cualquier intento de justificar una lectura en base a la intención autoral. Sólo en el caso de lo que Schaeffer llama “hermenéutica filológica” (una combinación de crítica textual y filología historicista) podemos manejarnos libremente dentro de ese esquema, aunque incluso aquí admitiríamos excepciones.

La primera de estas preguntas no recibe una auténtica respuesta. La segunda en cambio ocupa el capítulo VI del libro, en donde Schaeffer sostiene que pretender prescindir de la idea de “intención” para pensar un texto (literario o no) es literalmente imposible, ya que el acto de comprensión de un hecho lingüístico implica siempre pensarlo en términos de intencionalidad. El hecho de que los textos literarios a menudo tiendan a utilizar recursos que desplazan la imagen de un “autor” en pos de la del narrador (o algo equivalente) no elimina este condicionamiento necesario de nuestra comprensión. Por supuesto, esto no significa que el criterio “autorial” deba ser aceptado como piedra de toque para la validación de hipótesis. Para Schaeffer, las teorías textualistas y las autoriales no se oponen entre sí, sino que se presuponen inevitablemente: no hay forma de llegar a la intención de un texto sin el texto, ni tampoco hay texto que no presuponga una intencionalidad. No es una cuestión sobre la que los estudios literarios deban tomar partido en términos excluyentes, dice Schaeffer, si esperan lograr una comprensión adecuada de su objeto.

4. Las puertas abiertas del conocimiento acumulativo

Hemos recorrido algunas de las tesis centrales de la Pequeña ecología de los estudios literarios. Podríamos acusar una cierta megalomanía por parte de su autor, que pareciera decirnos que él puede resolver debates gigantescos y complejísimos sobre las cualidades epistemológicas y filosóficas de los fenómenos literarios en 122 páginas. Aunque su estructura conceptual y su prosa dan una sensación agradable de solidez y racionalidad, no deja de ser cierto que el libro deja muchísimas preguntas sin responder sobre todos los temas que trata. Por momentos pareciera que nos ofrece un camino sólido para atravesar un abismo, pero sólo a condición de que no intentemos mirar hacia los costados. En este último apartado haremos una rápida mención de algunas de estas cuestiones, y luego intentaremos pensar en su relación con nuestro medio local.

Desde nuestra perspectiva, el mayor problema es la ausencia de un trabajo más fino sobre problemas de método. Schaeffer coquetea con el positivismo (sin en ningún momento identificarse con esta categoría) y discute con Gadamer y con ciertas variantes del posmodernismo. Sostiene, como vimos, la importancia de pensar en una “descripción” de carácter no-normativo que aspire a ser verdadera según criterios compartibles. Sin embargo, en ningún momento toma una posición comprometida en relación con cuestiones metodológicas, y no queda para nada claro si su proyecto de construir autopistas en el paisaje rural y fragmentado de los estudios literarios admitiría o no una pluralidad metodológica, o si se prefiere, cuáles serían los “requisitos” para que un método pueda aspirar a formar parte de la concepción que él defiende de los estudios literarios. Schaeffer habla brevemente de sus propios estudios (mayormente de su libro ¿Por qué la ficción?, editado en España en el 2002), que se ubican grosso modo dentro de las variantes cognitivistas. Esto le resulta muy conveniente, ya que dentro de esa área de los estudios literarios podemos esperar que se elaboren hipótesis que cumplan con criterios incluso “científicos” (en el sentido tradicional) de validación, y en donde es bastante factible prescindir de enfoques normativos imbuidos en cuestiones axiológicas. En otras áreas la mezcla parece casi inevitable, y Schaeffer por lo demás no es un purista. Admite que muchos estudiosos de la literatura o de las humanidades en general han sabido combinar magistralmente los distintos enfoques que él intenta discriminar. Gadamer mismo es un exponente ejemplar.

El libro padece también de una cierta falta de ejemplificación. Resultaría interesante que detallara mejor qué enunciados pertenecerían, para él, a un enfoque propiamente descriptivo como el que le interesa sostener, y cuáles caerían por fuera. A su vez, la explicación sobre el autorialismo y el textualismo es teóricamente interesante, pero no nos deja casi ninguna pista acerca de cómo podríamos aprovecharla para realizar estudios no exclusivamente cognitivistas sobre textos concretos o problemas de interpretación en general.

Más allá de esto, el texto nos interpela como agentes activos dentro del campo de los estudios literarios. Sus propuestas finales apuntan explícitamente a la posibilidad de mejorar el intercambio científico en las humanidades:

“Así, debería emerger un sólido consenso respecto del estado del arte en un momento dado para una cuestión dada, en el que se establezca un repertorio de los impasses y las vías sin salida transitados, se identifiquen los interrogantes del futuro y por supuesto, se elaboren modalidades de evaluación compartidas y sobre todo explícitas (en términos de administración de la prueba, confirmación e invalidación). Cuanto más gane en consistencia esta comunidad, más se desarrollará el carácter acumulativo de los trabajos en el campo de los estudios literarios y de las Humanidades en general.” (p.119)

¿Ingenuidad? Sin necesidad de entrar en detalles, cualquiera que conozca al menos superficialmente el tipo de "vínculos" que existe, por ejemplo, entre la mayoría de las cátedras de muchas universidades sabe que la sola posibilidad de aspirar a acuerdos como los aquí propuestos está muy lejos. El atractivo de la comunidad rural y sus pequeños feudos a menudo suele ser más fuerte para quienes hayan logrado acomodarse en ellos. Por otro lado, cabría preguntarse desde qué lugar se podría promover, en nuestro ámbito local, la posibilidad de este tipo de intercambios. ¿Quién puede atribuirse el lugar de determinar cuáles son las "vías sin salida" y los "interrogantes sin futuro"? ¿El CONICET? ¿un consejo de notables seleccionados de cada Universidad? ¿El pueblo? La construcción de una ciudad y sus autopistas siempre implica una dosis importante de destrucción. ¿Quién indemnizaría a los damnificados, a aquellos cuyos trabajos no respondan a la lógica científica-acumulativa que pregona Schaeffer?

Pensado a nivel macro, ciertamente resulta difícil pensar la posibilidad de delinear de forma clara, "desde arriba", el camino de las investigaciones humanísticas. A un nivel quizás menos ambicioso, pero más inmediato (y sobre el que cada uno, aunque no forme parte de un consejo de notables, puede incidir), sus sugerencias son más que atendibles: nos incita a construir formas de producción y validación del conocimiento sobre lo literario (y sus esferas adyacentes) que puedan ser compartidas y a su vez utilizadas para avanzar acumulativamente dentro de las áreas de investigación en la que participamos. Generalizar sobre las dificultades que implica este proceso es prácticamente imposible. Desde esta revista venimos planteando la importancia de poner sobre la mesa cuestiones metodológicas, pero eso no significa que ignoremos que en muchos casos los problemas institucionales, los problemas de financiamiento, los problemas de recursos bibliográficos y (tan lamentablemente a menudo) los problemas ligados a la falta de voluntad de muchos académicos para establecer formas de intercambio productivas puedan ser incluso más determinantes.

Terminemos con un aliento schafferiano para no perder las esperanzas:

“Justamente esta voluntad de contrastar las hipótesis de los otros es lo que más hace falta. Ahora bien, sólo esta interacción generalizada de hipótesis y trabajos puede llevarnos más lejos. ¡Cuántas veces nos quedamos sin cruzar puertas abiertas!”.(p.120)

Notas

[1Por ejemplo, en el panorama de la investigación en humanidades que describe se privilegia fuertemente lo grupal. En nuestro ámbito esto parece ser cierto sólo en pocos casos, ya que aunque existen muchas instancias grupales (en muchos casos, carentes de contenido u organicidad), el individualismo pareciera ocupar un lugar más destacado en el desarrollo de las investigaciones

[2Es interesante señalar que para Schaeffer, el hecho de que los "estudios culturales" continúen utilizando los métodos típicos de teorías anteriores (como el close reading característico de la "Nueva crítica" norteamericana) es un indicio de que no proponen realmente una alternativa a los estudios de corte normativo "humanista" con los que discuten.

6 de agosto de 2022

Relecturas transviadas de Gran sertón: veredas

 

DIADORIM HOMBRE HASTA EL FIN (RELECTURAS TRANSVIADAS DE GRAN SERTÓN: VEREDAS)

Por: Amara Moira

Traducción: Victoria Solis

Revista Transas presenta la traducción, realizada por Victoria Solís, del artículo todavía inédito de la escritora e investigadora brasileña Amara Moira, «Diadorim hombre hasta el fin (Relecturas transviadas de Gran Sertón: Veredas)». El texto fue presentado como ponencia para el congreso Abralic del 2021 en la mesa «Transidentidades na literatura». La escritora conversará con Gonzalo Aguilar, en el marco del seminario permanente sobre América Latina «Relecturas transviadas de la literatura brasileña. Crítica y lecturas trans», el próximo miércoles 10 de agosto a las 18:30h (Sede Volta. Av. Roque Sáenz Peña 832, piso 4).


Habiendo llegado a los estantes de las librerías el día 16 de julio de 1956, la novela Gran Sertón: Veredas, de Guimarães Rosa, no necesitó ni un mes para ver surgir las primeras reseñas que, ya a primera vista, revelaban el desenlace urdido tan pacientemente por su narrador/protagonista:

“Gran Sertón: Veredas” es una novela escrita en primera persona: Riobaldo, un viejo jagunço[1], va narrando las peripecias de su vida accidentada. Pero esa narrativa se hace en varios planos, en un proceso semejante al del «decoupage» de Sartre. La intriga, que se complica extraordinariamente, posee tres ejes: el gran afecto de Riobaldo por Diadorim, afecto exagerado, asumiendo un aspecto corydonesco —aunque el héroe de Guimarães Rosa no parezca tener una idea nítida de los verdaderos motivos que lo aproximan al compañero— las luchas del jagunço, revistiéndose, por momentos, de un carácter épico — y la especie de daño de Hermógenes, uno de los jefes del bando de Joca Ramiro, que pasa por tener un pacto con el diablo. El interés psicológico de la novela viene de los sentimientos ambiguos que se agitan en el fondo de esas almas primitivas. Diadorim, cuya vida de jagunço se teje, no obstante, de un aura angelical, entra finalmente en lucha con el endemoniado Hermógenes, resultando en la muerte de ambos. Entonces, se revela el secreto: Diadorim era mujer y no hombre, explicándose así, fuera de la perspectiva gidiana, toda su fascinación sobre Riobaldo. (s/a, 1956, p.9)

Este fragmento es una muestra de la reseña que el Correio da Manhã, importante periódico carioca de la época, publicó sobre la novela de Guimarães Rosa el día 15 de agosto de 1956. La larga cita se justifica porque presenta el esqueleto de la recepción de Gran Sertón en lo que refiere al aspecto que más nos interesa aquí, el amoroso. Para quien conozca la trama, salta a la vista la rapidez con la que se libera una información que está disponible solo en las 15 páginas finales de las casi 600 de la edición original.

El «aspecto corydonesco» con el que la reseña caracteriza el «gran afecto de Riobaldo por Diadorim» es una referencia a Corydon, tratado en defensa de la homosexualidad publicado por el escritor francés André Gide en 1924. Sin embargo, el propio texto se anticipa al decir que Riobaldo parece no tener «una idea nítida de los verdaderos motivos que lo aproximan al compañero», punto que será explicado más abajo, cuando nos menciona que, después de la muerte de Diadorim, se descubre que «Diadorim era mujer y no hombre, explicándose así, fuera de la perspectiva gidiana, toda su fascinación por Riobaldo».

Para la reseña, por lo tanto, la fascinación que Diadorim ejerció sobre Riobaldo solo podría explicarse por el hecho de que aquel «es mujer» y este, inconscientemente, lo habría percibido desde el comienzo. Una hipótesis similar publicaría en el mismo periódico, tres meses después, el poeta Octavio Mello Alvarenga, quien afirmaría: «Al final de las aventuras de Riobaldo como jagunço, que coincide con la muerte de Diadorim, Guimarães Rosa concluye que Diadorim es mujer. El cierre queda perfecto. El amor de Riobaldo no tenía impureza. Era lo que se dedica a una mujer» (Alvarenga, 1956, p.9).

Y no terminan ahí las precipitadas «revelaciones» del desenlace de Gran Sertón, hechas poco tiempo después de su lanzamiento, como cuando, entre varios ejemplos posibles, Affonso Ávila escribe que «si conociera los hábitos y creencias de los sertanejos, nadie tacharía de inverosímil a la joven Diadorim, disfrazada toda la vida de hombre» (Ávila, 1957, p.4), o cuando Franklin de Oliveira define a Diadorim como «mujer que va a la guerra disfrazada de guerrero» (Oliveira, 1957, p.10) o, aún, cuando Múcio Leão ocupa cerca de un tercio de la reseña de la novela con la transcripción del largo pasaje en el que se revela que «Diadorim era el cuerpo de una mujer, joven perfecta» (Leão, 1957, p.5), o, por fin, cuando Cavalcanti Proença afirma que, en Diadorim, vemos la recuperación de la «tradicional historia del viejo hidalgo que no teniendo hijo hombre que pueda continuar su tradición guerrera, arma a la hija más grande como caballero, que se compromete a hacer brillar el nombre de la familia» (Prada, 1958, p.99).

El propósito de semejante spoiler es nítido: preparar al lector de Rosa para una experiencia incómoda, avisándole que la narrativa profundamente homoerótica que tendrá a lo largo de las próximas centenas de páginas revelará, a fin de cuentas, un amor heterosexual. Lo curioso, en este caso, es que ese movimiento de la primera recepción crítica de la obra contraría el deseo expreso del propio narrador/protagonista, que retardó al máximo la revelación de ese secreto para que su interlocutor (e, indirectamente, quien lo leyera) lo terminara «sabiendo solamente en el instante en que yo [Riobaldo] también solo supe» (Rosa, 2019)[2].

¿Cómo entender el gesto de Riobaldo? Al final, si desde el inicio del relato él ya sabía que «Diadorim era el cuerpo de una mujer, joven perfecta» (Rosa, 2019), ¿qué motivos lo habrían llevado a retener por tanto tiempo esa información? Sobre todo, al considerar que el sufrimiento por estar enamorado de otro hombre acompañará toda su narrativa. La cuestión fue ignorada por el grueso de la crítica rosiana, ansiosa por alardear la heterosexualidad de ese amor, como, por ejemplo, en el ensayo «Grande-Sertão e Dr. Faustus«, fechado en 1960, de Roberto Schwarz, donde se defiende que

Este [Riobaldo], al no descifrar al travesti, no vislumbra a Deodorina en Diadorim, la joven oculta en el jagunço delicado; se torna, entonces, víctima de la apariencia. Diadorim, aunque en ausencia, no es solo cordura, es también máscara y engaño, rostro del diablo. […] Deodorina (ese es el nombre verdadero de la joven), en ropa de hombre, es la neblina de Riobaldo, avergonzado por amar a un jagunço; es la presencia de lo insólito, sin la cual la simple idea del pacto oscuro sería inconcebible. […] Resultado de la lucha y la muerte de Diadorim, es la revelación, por el cuerpo desnudo, de su feminidad; se prueba innecesaria toda la aventura, sin que se anulen los efectos: Riobaldo ahora es el jefe respetado que limpió el sertón. (Schwarz, 1981, p.48-49).

Para el renombrado crítico, Riobaldo fue «víctima de la apariencia», sin saber ver lo que Diadorim de hecho era, una mujer «en ropa de hombre». Esto es reforzado por el «verdadero» con que Schwarz caracteriza al nombre «Deodorina», aquel que diría quién es el personaje. Si el protagonista hubiera intuido o percibido antes esa «verdad», ¿qué cambiaría? «Toda la aventura» sería «innecesaria», afirma Schwarz, indicando con eso que el amor de los dos, al fin, habría sido posible.

He aquí uno de los puntos más curiosos. ¿Qué querría decir semejante hipótesis? Que, en caso de que Riobaldo hubiera desenmascarado la «farsa», ¿Diadorim se habría asumido mujer y aceptado ser su esposa, ocupando el lugar que acabó en manos de Otacília? Esa fantasía es muy alimentada por un pasaje de la recta final de la obra, cuando Diadorim le dice al amigo: “Riobaldo, el cumplir nuestra venganza está cerca… De ahí, cuando todo esté repago y rehecho, un secreto, una cosa, voy a contarte…» (Rosa, 2019).

¿Qué secreto sería ese? ¿Diadorim se revelaría entonces como mujer, o nada de eso, diría solamente que él nació, sí, con vagina, pero que le gustaría continuar siendo tratado como uno del mismo bando? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que, incluso después de que Diadorim dedicara su vida a la más brutal virilidad, la imaginación hegemónica aun así es capaz de vislumbrarlo abandonando, en un cerrar de ojos, su vida de jagunço para poder volverse mujer de Riobaldo: «La certeza del odio es la causa de la muerte de Diadorim: lo obliga a desperdiciar la vida y el amor de Riobaldo, prohibiéndole asumir su ser de mujer, y lo lleva directamente a la destrucción de sí mismo» (Galvão, 1972, p.131).

El pasaje es de una de las más reputadas estudiosas de Rosa, Walnice Nogueira Galvão, pero, en ese punto específico, es como si no estuviéramos leyendo la misma obra. Diadorim aquí es, nuevamente, encarado como alguien haciéndose lo que no es, máscara, engaño, y lo que es peor: alguien que aceptó sacrificar el amor y la propia vida para mantener en pie la mentira que armó. Todo eso ignora el hecho de que, desde la adolescencia de Diadorim (el momento más lejano de su historia, en la trama), Riobaldo ya lo había conocido como chico y revela, además, la incapacidad de imaginar que Diadorim, independientemente de los motivos que lo llevaron a eso, se viera en el papel que asumió, se identificara de la manera en que existió a lo largo de toda la novela. Hombre.

Importante recordar, en ese sentido, que los dos únicos personajes que, en el transcurso de la obra, no vieron en Diadorim un «aire de macho” y osaron hacer burla al respecto casi pagaron con la vida por la osadía: «Dio con el Chivo-Marimacho enterito en el piso y rápido se curvó encima: y el puñal paró su punta delantito de la garganta del susodicho, bien apoyado en el cogote» (Rosa, 2019). Fulorêncio, el otro personaje, se queda sin reaccionar y, cuando Diadorim manda al Chivo-Marimacho a levantarse para hacer el duelo a cuchillo, este da a entender que la situación no pasó de una broma, diciendo: ¡Oh gente! ¡Sí que eres hombre, mano viejo, patricio!» (Rosa, 2019).

Para Galvão, el embate con los dos personajes sirve para tantear el coraje de Diadorim, pero «prueba al mismo tiempo que era al menos previsible para quien no conocía su verdadera naturaleza sexual» (Galvão, 1972, p.102). Una vez más, se está movilizando la noción de verdad, una verdad que se ocultaría por sobre las apariencias y que, observen, solo puede ser enunciada porque estamos lejos del puñal de Diadorim. Teniéndolo delante de sí, es difícil creer que alguien se sentiría tan cómodo para urdir consideraciones de género.

Lejos suyo, mientras tanto, es posible incluso transformar la lectura de la novela en un minucioso caza-pistas de la revelación, como lo apuntado por el estudio pionero de Cavalcanti Proença, originalmente publicado en 1958, «Trilhas do Grande Sertão». Allí, el autor se propuso recoger las más características «indicaciones para que se descubra el sexo de Diadorim» (Proença, 1976, p.176) y, aunque, «de hecho, después de la revelación [«del verdadero sexo de Diadorim»], ellas [las indicaciones recogidas por el estudio] parezcan casi evidentes» (Pécora, 1985, p.69), es cada vez más forzoso reconocer que «el ensayo de Manuel Cavalcanti Proença depende casi totalmente de una serie de estereotipos culturales para explorar los atributos masculinos y femeninos de Diadorim» (Balderston, 2004, p.89).

Dos ejemplos absurdos de ese estereotipo, ejemplos que, según el autor, revelarían «reacciones muy femeninas» del compañero de Riobaldo (Proença, 1976, p.177), son los siguientes: «Cuando el padre muere, [Diadorim] se desmaya, solloza, tiene casi un aullido de dolor, huye para llorar escondido, acostado en la hierba» y, en el párrafo siguiente, «Eximiéndose de las contingencias más bárbaras del cangaço,[3] Diadorim no participa de la macabra comida de carne humana» (refiriéndose, con eso, al hecho de que él no se haya unido a los cómplices ni a las escenas de violación ni a los encuentros con meretrices). Pero, en la misma página, incluso se cita en el estudio el hecho de que «en el medio de los jagunços desarreglados, él es el que mejor baila» y de que él solo se permite tararear cuando está solo («para que la voz no develase el secreto», supuestamente), sin contar el pasaje en el que, para Proença, Diadorim revela poseer «el amor tan femenino por el lujo»: «… y sin querer, se paró con los labios de la boca abiertos, mientras que los ojos y ojos remiraban la piedra de zafiro en el hueco de sus manos».

Para reforzar el estereotipo del que se vale, Proença argumenta que «la pasión del jagunço Riobaldo por el joven Diadorim no se parece, en su primitivismo, al refinamiento de los románticos europeos elucubrando en el crepúsculo de la homosexualidad» (Proença, 1976, p.1976). Lo que se vería allí, entonces, sería para el estudioso un «proceso muy al gusto del pueblo —lo de dar apariencia de inmoralidad a hechos comunes» (Proença, 1976, p.1976). No obstante, tales hipótesis hablan más del conservadurismo de la recepción inicial de Gran Sertón que de la novela en sí, y cuanto más pasa el tiempo, más se vuelve nítido en qué medida la obra «socava constantemente ideas preestablecidas de sexo, género y orientación sexual» (Balderston, 2004, p.90). En ese sentido es muy significativa la declaración que Décio Pignatari dio a la serie Os Nomes do Rosa (dir. Pedro Bial, 1997), reunido posteriormente en un libro:

Si quisieran hablar de la alienación de Rosa — yo no pienso que sea alienación —, es que en plena era del Sputnik, en plena era de la energía atómica, él viene a contar la historia de una pasión gay allá en el sertón de Minas, en la confluencia del Nordeste, a fines del siglo pasado. […]. Eso es asombroso. Y yo reía mucho cuando venían a estudiar esa cuestión de Rosa. Estudios, por ejemplo, «El amor en Guimarães Rosa». Entonces se hablaba de todo menos de la homosexualidad (Callado et al., 2011, p.35).

De cualquier forma, una vez terminada la lectura/escucha de la historia, la impresión es que Riobaldo evidentemente ha esparcido por el camino anticipaciones de ese desenlace. Sin embargo, conviene preguntarnos si esos puntos serían, de hecho, anticipaciones o si no podríamos verlos como indicativos de una visión acartonada del género de Riobaldo, o como provocaciones suyas, y del propio Rosa, para jugar con el conservadurismo de quien los escucha/lee. ¿En qué detalles buscaremos indicios de que Diadorim era «mujer», o mejor, de que él nació con vagina? ¿Qué revelamos de nuestras propias comprensiones de género al buscar/encontrar tales indicios?

De ahí la propuesta de un ejercicio simple de imaginación: si no supiéramos el final, o consiguiéramos voluntariamente olvidarlo, y atendiéramos a las insistentes menciones al deseo sexual que Riobaldo siente por Diadorim, ¿qué estaríamos esperando que pasara en cualquier momento?

Y en mí el deseo de estar cerca, casi un ansia de sentir el olor de su cuerpo, de los brazos que a veces adiviné insensatamente – yo distraía tentaciones como ésas y ahí recio conmigo renegaba.

Hubo un instante en el que me aflojé mucho. ¿Fue aquella vez? ¿O fue otra? Alguna fue, me arrecuerdo. A mi cuerpo le gustaba Diadorim. Extendí la mano, hacia sus formas; pero cuando iba, bobamente, él me miró –sus ojos no me dejaban.

Diadorim – el mismo bravo guerrero- él era para tanto cariño; mi repentino deseo era besar aquel perfume en el cuello: allá, donde se acababa y remansaba la dureza del mentón, del rostro […] A mí me tenía que gustar Diadorim tramadamente así, y callar cualquier palabra. Si fuera una mujer, y alta y despreciadora siendo, yo me encorajaba: en decirle de la pasión y en el hacer: la tomaba, la disminuía: ¡ella entre mis brazos! Pero, dos guerreros, ¿cómo es, cómo se podían gustar, incluso en simple conversación, por detrás de tantos bríos y armas?

Ganas de adherirse al cuerpo de Diadorim, pérdida momentánea del autocontrol y Riobaldo, por fin, pensando que, si el amigo fuera mujer y resistiera al asedio, él no pestañearía en usar la fuerza. El amor sentido por Riobaldo implica contacto físico, carne, y, teniendo pasajes como esos en mente (entre tantos otros posibles) no sería absurdo imaginar que la narrativa nos estaría preparando, no para la revelación final, sino para el encuentro amoroso de los dos. Lo que tal vez le haya impedido a Riobaldo realizar ese avance es el recuerdo del momento en que conoció al Menino (que vendría a ser Reinaldo y, después, Diadorim), los dos adolescentes, y lo vio clavar un cuchillo en el muslo del joven que sugirió un troca-troca[4] entre ellos tres (Rosa, 2019).

«Si fuera una mujer», observen. Como no lo era, para Riobaldo, el recurso de la fuerza no tendría sentido: «Pero, dos guerreros, como eran, ¿cómo iban a poder quererse, […] por detrás de tantos bríos y armas?». Y, con eso, es importante observar que Diadorim no reivindicaba una identidad de hombre (como se puede pensar en relación a los hombres trans de hoy en día, permanentemente luchando por reconocimiento), pero él sí era hombre para toda aquella comunidad. ¿Qué es un hombre sino alguien que es reconocido como tal por la sociedad en la que vive? No tenemos acceso a la subjetividad de Diadorim y, así, tratar como falsa, como máscara, su identidad masculina es reflejo puro de una comprensión genitalizante del género.

Por eso, Galvão tiene razón al afirmar que «a lo largo de toda su atormentada relación con Diadorim, Riobaldo enfrenta esta contradicción: él, un hombre de mujeres, ama a un hombre, y sabe que ama a un hombre» (Galvão, 1972, p.101). Esa dolorosa certeza con la que el narrador-protagonista convivió por años, ¿habrá sido uno de los motivos que le hizo contar la historia de la forma en que la contó? ¿Habría él, después de la muerte del amigo, logrado convencerse efectivamente de que continuaba siendo solamente un «hombre de mujeres», sin «inclinación para los vicios opuestos» (Rosa, 2019)?

Emblemático de ese desconcierto es el momento en que, después de la revelación final y de las búsquedas infructuosas que hizo para intentar entender las motivaciones de Diadorim, Riobaldo se refiere al amigo, en un mismo párrafo, con los dos géneros:

Y, Diadorim, a veces entendí que la añoranza por él no me iba a dar reposo; ni el imaginarlo. Porque yo, en tanto vivir de tiempo, había negado en mí ese amor, y la amistad desde entonces estaba amarga falseada; y el amor, y su propia persona, que ella misma me había negado.

Riobaldo conoció a Diadorim hombre y, habiendo este muerto, pasa a creer que el amigo le negó tanto el amor como la verdad sobre quién era. Mientras tanto, aun así él optó por retener esa información hasta casi el final de la narración, invitando a quien lea/escuche a experimentar la verdad que él vivió, verdad que incluye los sufrimientos pero, también, los placeres de verse apasionado por otro hombre.

Y si, por un lado, la crítica hegemónica pareció encantarse con el desenlace propuesto por Rosa, dado que eso le permitiría reinterpretar la novela a partir de un prisma heterosexualizante, por otro, voces aisladas fueron manifestando, desde que la obra vio la luz, una cierta incomodidad con la revelación final, por entenderla como concesión a los prejuicios de la época.

Un primer indicio de esas incomodidades puede verse en la carta que Manuel Bandeira publicó con sus impresiones sobre el libro, donde se lee: «Y el caso de Diadorim, ¿sería realmente posible? Tú eres de los sertones de Minas Gerais, tú eres quien sabe. Pero yo tuve mi decepción cuando se descubrió que Diadorim era mujer. Honni soit qui mal y pense, yo prefería a Diadorim hombre hasta el fin» (Bandeira, 1957, p.5). Convivir con Mário de Andrade tal vez haya tenido un papel fundamental en la reacción de Bandeira, sintomática de que ya existían, en la época, sensibilidades capaces tanto de gozar de las disidencias sexuales presentes en Gran Sertón, como de manifestar su decepción porque la obra no haya sido tan disidente como daba a entender que sería.

Paulo Hecker Filho sería aún más incisivo que Bandeira, tachando a la «joven en un travesti masculino» como una «afronta a la verosimilitud» y afirmando que la solución encontrada por Rosa «parece apenas traducir el sueño de una homosexualidad sin pecado, ‘honrada'» (Hecker, 1973, p.1). Dos meses después, la crítica se profundizaría aún más, sugiriendo que, con ese «encanto inadecuado», Rosa optó «en un enraizado sentimiento de culpa, por ser social y religiosamente respetuoso en vez de artista» y que lo mejor que habría que hacer tal vez fuera no «tomar en serio el truco de volverlo inocente», para que podamos «continuar viendo en lo que importa del libro una historia homosexual, y de las más intensas y delicadas ya escritas» (Hecker, 1973, p.5).

Treinta años más tarde será el turno de Daniel Balderston de encaminarse por este terreno. Su texto toma como punto de partida la frustración de sus alumnos con el desenlace de Gran Sertón, sintetizada en las siguientes preguntas:

¿no es cobarde por parte del autor crear una historia de amor homosexual sólo para revelar a última hora que siempre fue heterosexual? ¿Acaso Riobaldo sólo puede narrar la historia porque Diadorim ya está muerta y él sabe que era mujer?  (Balderston, 2004, p.85)

Balderston concuerda con tales críticas y apunta a la laguna, en la vasta bibliografía sobre la novela, de reflexiones «acerca de esta cobardía íntima de su narrador (y tal vez de su autor), a pesar de que existen muchos estudios sobre su ambigüedad narrativa» (Balderston, 2004, p.85). Su texto es luminoso al explorar las contradicciones, ya sea de Riobaldo o de los estudiosos; pero, así como Bandeira, Hecker y toda la crítica conservadora que abordé aquí, él parece frenarse justo delante de Diadorim, a quien define de la siguiente forma: «no es ‘hermafrodita’ ni ‘andrógino’ como han querido tantos críticos, sino una mujer marcada por una fuerte tendencia a la masculinidad» (Balderston, 2004, p.87).

Más de sesenta años han pasado desde la publicación de Gran Sertón: Veredas y lo que observamos es la visibilidad cada vez mayor de personas trans, sobre todo hombres trans y personas transmasculinas, afectando la propia manera de cómo la novela pasa a ser leída[5]. Y, si veinte años atrás lo que llamaba la atención de los alumnos era la «cobardía» de ese narrador, en los últimos años lo que comienza a llamar la atención es el hecho de que Rosa, con su radicalidad visionaria, haya concebido una narrativa homoerótica alrededor de un personaje hombre que nació con vagina (vide Bastos [2016] y Castro & Bessa [2020]). Si parecía una concesión a las normatividades, lo que se ve ahora es una obra aún más transviada. Al punto de que hoy podríamos devolverle la pregunta a Manuel Bandeira: ¿cuándo es que Diadorim dejó de ser hombre?


REFERENCIAS

ALVARENGA, Octavio Mello. «Grande Sertão: Veredas». Correio da Manhã, Rio de Janeiro, 10/11/1956, p.9.

ÁVILA, Affonso. A autenticidade em Guimarães Rosa. Suplemento Literário, São Paulo, 12/01/1957, p.4.

BALDERSTON, Daniel. El narrador dislocado y desplumado: los deseos de Riobaldo en Grande Sertão: VeredasEl deseo, enorme cicatriz luminosa: Ensayos sobre homosexualidades latinoamericanas. Rosario: Beatriz Viterbo, 2004.

BANDEIRA, Manuel. Grande Sertão: Veredas. Jornal do Brasil, Rio de Janeiro, 13/03/1957, p.5.

BASTOS, Laísa Marra de Paula Cunha. Diadorim trans? Performance, gênero e sexualidade em Grande Sertão: VeredasAnais da XIV Semana de Letras da UFOP, vol. 1, 2016, pp.330-342.

CALLADO, Antonio et al. Depoimentos sobre João Guimarães Rosa e sua obra. Rio de Janeiro: Nova Fronteira, 2011.

CASTRO, Gustavo de; BESSA, Leandro. Crítica do silêncio temático em Grande sertão: veredas — uma leitura de Diadorim. Revista Mídia e Cotidiano, vol.14, maio-agosto de 2020, pp.109-128.

GALVÃO, João Cândido. Caminho sem volta. Veja, Rio de Janeiro, 20/10/1982, pp.144-145.

GALVÃO, Walnice Nogueira. As Formas do Falso. São Paulo: Editora Perspectiva, 1972.

HECKER Filho, Paulo. Situação do conto atual. Suplemento Literário, São Paulo, 11/02/1973, p.1.

_________. Grande romance: frustrações. Suplemento Literário, São Paulo, 29/04/1973, p.5. Republicado como «Grande romance: frustrações (12-2-73)». Um tema crucial. Porto Alegre: Sulina, 1989, pp.113-123.

LEÃO, Múcio. João Guimarães Rosa — Grande Sertão: VeredasJornal do Brasil, Rio de Janeiro, 15/04/1957, p.5.

OLIVEIRA, Franklin. Romance do purgatório. Correio da Manhã, Rio de Janeiro, 02/02/1957, p.10.

PÉCORA, Antonio Alcir Bernárdez. Aspectos da Revelação em Grande Sertão: Veredas. Remate de Males, Campinas, volume 7, 1987, pp.69-73.

PRADA, Cecília. 3 depoimentos sobre Guimarães Rosa. Jornal do Brasil, Rio de Janeiro, 05/03/1958, p.99.

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SCHWARZ, Roberto. Grande-Sertão e Dr. FaustusA Sereia e o Desconfiado. Rio de Janeiro: PAz e Terra, 1981, pp.43-51.


[1] Jagunço significa alzado y se refiere a los rebeldes de Canudos a fines del siglo XIX. Tiempo después, el término comenzó a designar a los individuos que eran contratados como fuerzas de seguridad para proteger a terratenientes y políticos influyentes. 

[2] Las citas de Gran Sertón: Veredas pertenecen a la traducción de Florencia Garramuño y Gonzalo Aguilar (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009).

[3] Movimiento social ocurrido en el nordeste brasileño a fines del siglo XIX y mitad del siglo XX, a partir del descontento por las condiciones precarias en que la población se encontraba. Agrupaba a cangaceiros, individuos que integraban bandas armadas y nómades que actuaban fuera de la ley.

[4] Nombre que designa al acto sexual en el que se alternan las posiciones de penetración anal.

[5] Interesante mencionar que, después de la publicación de la primera autobiografia escrita por un hombre trans en Brasil (A Queda para o Alto [1982], de Anderson Herzer), el periodista João Cândido Galvão hizo una reseña de la obra aproximando las figuras de Herzer y Diadorim, inclusive por el fin trágico de ambos: “En un país donde uno de los mayores héroes de ficción es Diadorim, el cangaceiro-mujer de Grande Sertão: Veredas, una sorpresa para los lectores de Guimarães Rosa: la realidad es más violenta. La sociedad mata a los no encuadrados que osan intentar vivir sus vidas. El día 9 de agosto de 1982, Diadorim murió una vez más, luchando por su amor” (Galvão, 1982, p.145).