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21 de abril de 2018

Dedalus, mi profe de Eslavas y Pushkin

Santiago Venturini

"La lengua de llegada es siempre una lengua inventada"
Reportaje a Eugenio López Arriazu, por Santiago Venturini
Eugenio López Arriazu (Buenos Aires, 1967) es uno de los editores del sello argentino Dedalus, que publica títulos de literatura y de Ciencias Humanas. Es traductor de ruso, inglés, francés y latín, entre otras lenguas. Ha traducido a muchos autores, entre ellos Fiódor Dostoievski, Alexandr Pushkin, William Butler Yeats, Iuri Tiniánov y Antoine Berman.


Catálogo, independencia y traducción

¿Qué define a Dedalus como proyecto editorial? ¿Cuál es su «idiosincrasia»?
Antes que nada, gracias por la pregunta: siempre es necesario repensarse. O mejor dicho, gracias por la doble pregunta, porque efectivamente creo que hay una idiosincrasia colectiva que se impone sobre el proyecto y lo dirige de algún modo. Somos tres socios, junto con Ariel Shalom e Ignacio Rodríguez. El proyecto busca, claramente, acercar al público obras clásicas y contemporáneas, tanto literarias como de ciencias humanas. Ahora bien, las obras que finalmente publicamos tienen que ver con nuestras idiosincrasias individuales y con la resultante colectiva que es Dedalus. También, para ser realistas, con nuestras posibilidades en el mercado. Como somos una editorial chica y podemos publicar pocos títulos al año, cada título que sale está estudiado y sopesado, y lo fundamental es que al menos a uno de los tres socios ese proyecto puntal tiene que movilizarlo. Es decir, no tenemos ningún título comercial, en el sentido de haberlo publicado sólo para hacer plata. Ni siquiera con el objetivo de que permita publicar libros que de otro modo sería imposible sacar por razones económicas.
En cuanto a una posible unidad, es difícil definir una característica central de todo el catálogo en términos de gusto ya que, por cierto, y por suerte, es variado. Sin embargo, hay algo que puede verse en muchos de los títulos: cierta voluntad de riesgo. Un ejemplo claro es la Colección Contemporánea, donde la gran mayoría de los autores son (o eran) completamente desconocidos en Argentina. Y en todos los casos son primeras traducciones al español. Esto hace que sea la colección que menos se vende. De hecho, hay editoriales que directamente se niegan a siquiera considerar la publicación de un autor desconocido, por razones exclusivamente económicas. Este riesgo, entonces, tiene que ver en nuestro caso con aportar algo nuevo o diferente o que dialogue con el escenario científico o literario local. Por último, el riesgo también puede verse en un gusto por ciertos libros clásicos que tampoco son comerciales. Libros como la edición conjunta de La guzlade Mérimée, las Canciones de los eslavos occidentales de Alexandr Pushkin o las cartas de Rabelais, que nos llevaron a abrir una cuarta colección llamada «Raros».

La denominación «editoriales independientes» ya está instalada en la prensa y en el ámbito de la edición. ¿Piensan a Dedalus como una editorial independiente?
Sí. En líneas generales, cuando se habla de editoriales independientes se entiende aquellas que no son ni pertenecen a una gran corporación, en muchos casos trasnacional. Nuestra modesta realidad nos pone ahí. Pero habría que ver de qué o en qué sentido somos independientes. En primer lugar, de esas mega-editoriales que dominan la venta masiva y comercial y que tienen dinero para imponer autores, publicar hits y marcar tendencias incluso internacionales. En segundo lugar, y más importante, somos independientes de la lógica comercial que las domina. Piénsese en todos los condicionamientos de rentabilidad y riesgo que tendríamos que soportar si trabajáramos como editores para esas firmas. Por el contrario, en tanto independientes de esa lógica nefasta tenemos la libertad de publicar, no diría lo que queremos (sería una fanfarronada), pero sí de no publicar lo que no queremos. Y no es poco. La manera de que esto sea sustentable y podamos seguir publicando es, en general, apuntar a nichos que están por fuera de esa lógica del best-seller. Sin embargo, creo que lo que importa aquí en última instancia es una cuestión cualitativa. Las mega-corporaciones a veces compran sellos chicos e intentan mantenerles el perfil para sumar precisamente ese nicho a las ventas. Pero me parece que a la larga no funciona precisamente porque se pierde la independencia.

Dedalus tiene una particularidad: es una editorial formada y dirigida por traductores, algo que aparece con claridad en el catálogo: a excepción de dos títulos, los demás son traducciones. ¿Por qué apostar casi exclusivamente a la traducción?
En realidad siempre está presente la posibilidad de publicar libros locales, pero todavía no se ha concretado. De hecho, en estos días estuvimos discutiendo un libro de ciencias humanas de un sociólogo argentino. Tampoco sería correcto decir que publicamos traducciones porque somos traductores. De alguna manera, fundamos Dedalus para convertirnos en traductores. Ninguno de los tres tenía traducciones publicadas, solo el gusto por las literaturas extranjeras y una pasión por traducir que estaba buscando un cauce. Nuestro primer libro fue un libro de Maupassant con cinco cuentos, tres de los cuales fueron traducidos por nosotros tres, uno cada uno. A partir de ahí, pudimos presentarnos como traductores tanto para solicitar subsidios como para adquirir derechos. El segundo libro fue Pantagruel de Rabelais, una traducción conjunta de Nacho, de Ariel y mía, que fue muy importante por su dificultad y también por el proceso colectivo que nos permitió sintonizar criterios comunes de traducción en tanto editorial. El hecho de que todavía el catálogo sea casi exclusivamente de traducción tiene que ver tal vez con que el camino recorrido nos sitúa en un mercado particular en el que nos sentimos cómodos. Además, porque es un proceso de maduración que todavía no ha acabado y que estamos complementando con una toma creciente de conciencia de lo que implica la traducción, lo que se ve reflejado en títulos sobre el tema. Ya publicamos dos libros de Antoine Berman y ahora estamos traduciendo uno de Henri Meschonnic.

El proceso de publicación de una traducción no es similar al proceso de publicación de un escritor local. ¿Cuáles crees que son las diferencias más trascendentes?
La primera diferencia es que en general no tenés trato directo con el autor. En la mayoría de los casos, porque se murió (lo que también podría suceder aquí), en otros porque los derechos en general los detenta una editorial o agencia que hace de intermediaria. Esto también trae consecuencias, porque son textos que ya fueron publicados en su idioma original. Cuando una editorial publica a un escritor local, sobre todo si todavía no es muy conocido, los editores suelen trabajar en forma conjunta con los autores sugiriendo cambios y desarrollos del texto en una primera instancia. Luego viene la labor de diseño, en la que los autores suelen también participar haciendo las correcciones finales y aceptando el texto definitivo. En el caso de una traducción, todo este proceso se hace a espaldas del autor, al que, con suerte, se le puede consultar alguna duda de traducción. Además, la traducción es un texto en sí mismo, que debe ser trabajado, pulido y corregido a su vez y que insume todo un trabajo extra que también encarece muchísimo los costos. En cuanto a la adquisición de derechos, el hecho de que el autor ya haya sido publicado y de que haya un intermediario los encarece también notablemente.

La colección «Biblioteca Contemporánea» está formada casi en su totalidad por títulos de autores francófonos. ¿Qué motivos podrían explicar esta preferencia por la literatura francófona contemporánea?
Los subsidios en primer lugar, los idiomas que manejamos como traductores en segundo, los recorridos personales en tercero. Como decía antes, la Biblioteca Contemporánea, por incluir en su gran mayoría autores desconocidos en el país al momento de ser traducidos tiene ya de por sí una expectativa baja de venta. Esto, sumado al costo de traducción y de derechos de autor le da el perfil característico de los libros que necesitan un subsidio para salir a la calle. De otra manera son casi inviables. Hay más autores francófonos porque Francia tiene una política fuerte de subsidios, y también la tienen, con menos fuerza, Canadá y Suiza. Los otros libros que salieron de Irlanda o Rusia también tuvieron subsidios de traducción. Hay por supuesto otros países que subsidian su producción cultural para difundirla en el exterior, como Alemania, Eslovenia y Brasil. Pero tal vez porque somos traductores nos cuesta publicar una traducción que no podemos chequear personalmente. También preferimos leer los libros que vamos a publicar y no basarnos solo en los informes de los traductores. Como política editorial tal vez no sea la mejor, hay muchos traductores excelentes y es obviamente imposible manejar todas las lenguas. Supongo que es un conflicto nuestro entre el rol de traductores y el de editores. La cuestión es que como ninguno sabe alemán o esloveno, esas lenguas han quedado afuera. Actualmente estamos buscando incorporar el portugués al catálogo. Los recorridos personales, por último, están ligados a los idiomas que manejamos, de modo que tanto contactos como conocimiento del universo literario de origen también se restringen en este caso, más o menos, a lo que se puede deducir del catálogo al respecto.


Itinerario de un traductor

El año pasado apareció en esa misma colección un título de poesía rusa, Todos quieren ser robots, de Fiódor Svarovski, en una traducción tuya. ¿Tienen planeado continuar con los títulos de literatura rusa? ¿Por qué la elección de este poeta?
Sí, en este momento estoy traduciendo a otro poeta ruso, Guennadi N. Aiguí. Pero comencemos con Svarovski. ¿Por qué Svarovski? Es el resultado de una búsqueda, de leer reseñas y artículos sobre la poesía rusa contemporánea. Es un autor completamente desconocido en Argentina, pero que alcanzó cierto renombre en Rusia tanto por su obra (aún breve) como por una posición con características de manifiesto en la que, junto con otros escritores como Leonid Shvab y Arseni Rovinski, se declara a favor de una nueva épica. Leí el libro y me encantó. Son poemas narrativos de ciencia ficción, con guerras, viajes interplanetarios y escenarios que van de los hielos antárticos, pasando por el desierto de Gobi, al sol y a otras dimensiones. Es una poesía muy diferente de la lírica que se hace tanto aquí como en Rusia y me pareció que podía ser un aporte. Además, está en sintonía con un libro de poesía que yo estaba escribiendo en ese momento, La revuelta, que está por salir a la luz este mes, publicado por Alto Pogo. Mi libro no es tan narrativo, son monólogos dramáticos pero también situados en un escenario distópico, aunque hiperglobalizado y latinoamericano, en mi caso.
En cuanto a Aiguí, es un poeta recientemente fallecido (2006), nominado varias veces al premio Nobel, uno de los poetas más grandes del escenario ruso actual. Es una poesía completamente diferente de la de Svarovski. Aiguí trabaja con motivos líricos tradicionales, pero con un tratamiento vanguardista exquisito. Son poemas increíbles, que exigen del lector una actitud activa, máxima atención y relectura, hasta que de a poco el poema se va aclarando en la mente… y explota. No sé todavía cuál será el próximo título de literatura rusa, pero seguro habrá uno.

En ese experimento colectivo e interesante que es la «Colección Bilingüe», aparecen tus traducciones de diversos autores como Blake, Rabelais, Apollinaire, Sade, Fitzgerald y Yeats, entre otros. Trabajás con diferentes lenguas como inglés, el francés y el ruso. ¿Dirías que la traducción es una experiencia que varía según la lengua que se traduzca?
Sí y no. En mi caso traduzco siempre al castellano, de modo que todo el trabajo con el español es una «constante». Uso comillas porque el trabajo varía igualmente según el estilo y género del original. No es lo mismo traducir ciencias humanas que literatura, prosa que poesía, a Rabelais que a Maupassant, a Svarovski o a Aiguí. La lengua de llegada es siempre, más o menos, una lengua inventada, y toda la labor de “invención” del castellano requiere un manejo de la lengua que va más allá de cualquier original, pero que por supuesto se pone al servicio de este o en relación con él.
En cuanto a la lengua de origen, sí, cada lengua te propone una experiencia particular en relación con la traducción. Esta experiencia depende de su gramática, de su estado vital y del conocimiento que uno tenga de ella. La gramática te va a dar características lingüísticas propias que se convertirán en problemas particulares de traducción. El estado vital, es decir, si es una lengua muerta o viva, o semiviva (un estado pasado, como el siglo 19, por ejemplo, ya alejado de los usos contemporáneos) te va a dar otra serie de problemas. Siempre al traducir hay dudas, zonas oscuras del texto, ya sea por falta de conocimiento (de la lengua o del mundo) por parte del traductor o por una oscuridad inmanente. Un texto actual permite despejar estas dudas con el autor o con un hablante nativo. Un texto latino (traduje para Malke La guerra civil de Julio César y nueve de las doce biografías de Los doce césares de Suetonio, el tercer tomo por salir) puede tener lagunas insalvables, pero como contrapartida, en general, dada la inmensa cantidad de traducciones y de estudios en las lenguas más variadas que existen, es siempre posible hallar una solución o enterarse de que no la hay. Hay además una manera de traducir las lenguas clásicas, muertas, que tiene que ver con la metodología con que se las enseña, precisamente a través de la traducción. Lo que implica que uno traduce desde el vamos, que no se espera a dominar la lengua para hacerlo, sino que se hace un uso intensivo de diccionarios, gramáticas, ediciones bilingües y traducciones previas. Este entrenamiento es toda una experiencia en sí, que sirve además para otras lenguas. El año pasado traduje un poemario de un autor búlgaro del siglo 19, Jristo Botev. Te puedo decir que no sé búlgaro. Es una lengua que tiene muchas transparencias con el ruso (son ambas eslavas), lo que me permite entender con un poco de diccionario un artículo periodístico o de Wikipedia, pero con eso no alcanza… Lo que hice fue estudiarme una gramática, usar un diccionario on-line donde busqué todo, casi palabra por palabra por si acaso, y cotejar todas mis decisiones y dudas con las traducciones disponibles al francés, inglés y ruso. En fin, una metodología de estudiante de lenguas clásicas. Creo que salió bastante bien, porque además la traducción tiene un trabajo muy intenso con el español, que reproduce la cantidad de sílabas y recrea las rimas del original. Probablemente lo publique la Facultad de Filosofía y Letras (UBA) el año que viene.
Finalmente, hay otra zona en que la experiencia no varía: la batería de estrategias y recursos que se utilizan para traducir, la manera en que uno se para frente al texto y concibe la traducción en tanto práctica. Son cuestiones de las que no siempre se es completamente consciente, porque son sociales e históricas en buena medida, pero que dirigen la traducción de cualquier texto. 

Podría decirse que estás unido a Pushkin. Publicaste en Dedalus Puhskin sátiro y realista, basado en tu tesis doctoral, y sos el traductor de su Teatro reunido (Colihue, 2015). ¿Por qué Pushkin? ¿Qué suerte corrió ese autor en castellano, y especialmente en la Argentina?
Difícil decir por qué Pushkin. Lo empecé a trabajar en mi adscripción a Literaturas Eslavas (FFyL, UBA), pero no fue el primer proyecto de trabajo que me formulé. No recuerdo como llegué a él, seguramente acotando el primer proyecto, pero lo cierto es que lo fui descubriendo mientras lo investigaba. Y cada vez me gustaba más y más. Leí los diez tomos de sus obras completas con pasión, sin cansarme ni aburrirme y hasta el día de hoy cada vez que releo algo me encanta. Digamos que Pushkin me conquistó y me enamoró. Por causas múltiples, sin duda, por su propia pasión, su sensibilidad, la belleza de su poesía, la humildad de sus cartas, el humor de sus sátiras, la independencia de su espíritu, la inteligencia de sus posiciones, la agudeza de sus críticas, su simpatía por lo popular, el magnífico arte de su obra. Es mi escritor favorito. En español ya está toda su prosa traducida (mejor o peor), su teatro también, pero sigue faltando buena parte de su inmensa obra poética, sus cartas, toda su obra periodística. Esto se debe a que entró tarde. En Rusia Pushkin es el centro del canon literario. En Argentina el centro son Gógol, Dostoievski y Tolstói, autores cuyas obras entran de la mano del folletín y las discusiones sobre el realismo y la representación de lo popular. Pushkin es más poeta que prosista (en términos del volumen de su obra) y quedó un poco de lado. Recién ahora, a partir de nuevas traducciones, creo que está adquiriendo un lugar más destacado en nuestra recepción. Habría que ver qué cambios hay en nuestra sociedad y literatura que permiten esta sintonía. Estoy lejos de poder dar una respuesta, pero probablemente tenga que ver con la caída de las grandes doctrinas o movimientos literarios. Esto permite apreciar la diversidad de la obra de Pushkin, cuya importantísima labor fue ayudar a demoler el sistema literario ruso anterior y repensar sin moldes y con propuestas varias una concepción nueva de la literatura.



(Actualización julio - agosto 2016/ BazarAmericano)

7 de julio de 2017

El placer de preparar tema con poetas


Así estoy entre Pavese y Montale. Hoy en el último práctico se me ocurrió esta conexión que marca Saccomano en el artículo de aquí abajo entre el personaje de La luna y las fogatas, apodado el Anguila y el poema de Montale "El anguila". No sabía lo de la herencia argentina. Y se me ocurrieron más cosas alrededor del otro animal que nombra el narrador de la novela, el buey, y otros bichos del bestiario montaliano. Con eso y algún condimento alrededor de lo mítico y lo cíclio creo que se irá "redondeando" mi tema.


libros
DOMINGO, 25 DE MAYO DE 2003

El oficio , el fuego

Traducida por Silvio Mattoni para Adriana Hidalgo editora, llega a las librerías la última novela de Cesare Pavese, La luna y las fogatas, en edición crítica preparada por Gian Luigi Beccaria, Franco Fortini e Italo Calvino.
POR GUILLERMO SACCOMANNO

“Escribir es arrepentimiento, no satisfacción”, escribió Cesare Pavese (1908-1950). “Actividad antinatural, no desahogo gozoso: no es cuestión de contenido, que un escritor siempre tiene en abundancia.” Los presupuestos teóricos del escritor son absolutamente coherentes con su obra. El caso Pavese es, por sus características, de una rigurosidad y coherencia extremas. Basta cotejar las anotaciones de su diario con su poesía y narrativa para advertir hasta dónde todas y cada una de sus palabras responden a una intención meditada largo tiempo y en silencio. La asunción del silencio, en este punto, es clave en su escritura lacónica, más confiada en lo que se calla que en el desborde. “El arte requiere un trabajo tan arduo, tal maceración del espíritu, un incesante calvario de tentativas que por lo general fracasan antes de llegar a la obra maestra.”
No son casuales los términos empleados por el piamontés Pavese: “arrepentimiento”, “maceración”, provenientes uno de la religión y otro del campo. Acerca del primero, el “arrepentimiento”, cabe anotar, más allá de lo que pueda interpretarse sobre su suicidio, su intento de corrección permanente: no conformarse con una palabra, reemplazarla por otra, tachar y, otra vez, en la corrección, como Sísifo, iniciar la subida cargando la piedra. “Arrepentimiento”, como ningún otro concepto, alude a la busca de un estilo que sólo puede conseguirse a través de una estrategia: “La riqueza de una obra –de una generación– siempre está dada por la cantidad de pasado que contenga”, anota. El otro término, “maceración”, de connotación campesina, es clave. En su reminiscencia no debe leerse ninguna añoranza vinícola de la tierra. La “maceración” alude, en la escritura, a la concentración y la paciencia, dos condiciones necesarias para un artista que cree menos en la inspiración que en el trabajo diario. Siendo uno de los intelectuales italianos más dotados de la posguerra, la labor de Pavese comprendió además de una escritura que marcaría generaciones, la difusión de la más trascendente literatura norteamericana: fue tanto el traductor de Moby Dick como de Antología de Spoon River. Lector de los clásicos (una franja que va de Homero a Stendhal), su poética no se deja entusiasmar por la efervescencia de las modas. Pavese, en su clasicismo, siempre está contando, cuando se vuelve sobre su literatura, algo nuevo. Así, la reedición de La luna y las fogatas, su última novela, escrita antes de su suicidio, viene a resignificar, además de una escritura, una política que recela tanto de las comodidades del realismo como de las asepsias de lo meramente simbólico.
El suicidio, que puede orientar un acercamiento piadoso a su biografía, tiende a empañar en forma unidireccional y limitadora la lectura de su Diario, en el que Pavese registra mucho más que su soledad y la turbulencia de sus frustraciones amorosas (nada más distante de Pavese que la autocompasión. El suicida, para Pavese, es un “homicida tímido”). Más bien, su diario debe leerse como el archivo secreto de sus elaboraciones teóricas sobre el oficio de escribir. Para Pavese, la escritura no es más que esto: un oficio. Pero un oficio religioso. Gian Luigi Beccaria señala con perspicacia en la introducción de La luna y las fogatas que Pavese “trabajó mucho para construir poco a poco su máquina narrativa. Como un ‘obrero’ de las letras, concibió el arte como un calvario hacia el ‘cristal’ del estilo”. Esta observación engarza agudamente con una preocupación de Pavese: “Si llegases a escribir sin una tachadura, sin volver atrás, sin retocar nada, ¿te seguiría gustando? Lo bueno es esmerarte y prepararte con toda calma para ser un cristal”.
Una conexión que se impone al volver sobre Pavese es su influencia considerable en nuestra literatura de los sesenta. En las traducciones de su narrativa por Atilio Dabini y Osiris Troiani y de su poesía por Marcelo Ravoni, la impronta pavesiana constituyó una lente para enfocar, además de un país, el modo de buscar una voz y una identidad nacional. Miguel Briante y Antonio Dal Masetto merecen ser leídos desde esta perspectiva. Hace poco, a propósito de esta reedición de Pavese, el escritor Roberto Raschella citaba a Néstor Sánchez: “Para nosotros, en aquel entonces, fue una presencia providencial, poco a poco monocorde y sofocada, sin otros caminos posibles que el de oficiar su retórica, pero capaz de señalar como muy pocos una amplitud tácita en esa relación personal (y necesariamente apasionada) con un lenguaje evasivo que era a su vez la búsqueda de una manera de vivir, o de admitir que no vivimos”.
Que el protagonista narrador de La luna y las fogatas se llame el Anguila propone, en este nivel, más asociaciones. Su nombre conecta con ese poema de Montale, “La anguila”, en el que leemos: “Vida allí donde tan sólo/ viven la desolación y la sequía,/ la chispa que expresa/ todo comienza cuando parece/ que se carboniza”. Y este poema de Montale, a su vez, se presenta como epígrafe en los cuentos “pavesianos” de El padre de Dal Masetto.
Escrita en unos pocos meses, La luna y las fogatas es una cima dentro de la obra de Pavese. Sus capítulos arrancan como viniendo de otra parte, de un discurso interrumpido, igual que un cuento al que se llega ya empezado. Lo que destella en su arquitectura no es tanto la trama, el hilo que los conecta, como su potencia de bloques donde alternan la imagen poética y la acción. En más de una oportunidad, a medida que se avanza en la lectura, se tiene la impresión de que éste es un texto no sólo poético sino también sapiencial, en el que los sucesos se disponen hacia la configuración del mito. Pero, con sutileza, Pavese sortea la ilustración fabulera del mito y, en vez de apelar a lo pedagógico, prefiere, como moral narrativa, insinuar el misterio. Historia del regreso a la tierra, es a la vez complementaria y antagónica de Conversación en Sicilia, de su amigo y par Elio Vittorini, publicada veinte años antes. Allí donde Vittorini volvía con su héroe a la búsqueda de la tierra como repertorio de lo sagrado y vital, Pavese, con su personaje el Anguila, encuentra, además de conmovedores motivos autobiográficos y sentencias, la inclemencia, la miseria y la muerte.
La revalorización de la tierra, se dirá. Una noción de pertenencia. Pero también una perspectiva crítica con los sentimientos contradictorios que inspira el palpar una raíz que, lejos de la reivindicación del primitivismo, se vislumbra como tensión. Quizá las zonas más forzadas de la novela, como apunta Italo Calvino, son aquellas en las que Pavese, hombre de su tiempo, se impone la política. Calvino sostiene que “Pavese sabía bien que manejaba los materiales más comprometidos con la cultura reaccionaria de nuestro siglo: sabía que si hay algo con lo que no se puede jugar es con fuego”.
A modo de Dante, el Anguila, un huérfano, después de haber hecho la América, en su retorno a las colinas idealizadas a través del tiempo y la distancia, vislumbra el infierno y pierde toda esperanza. Su naturaleza de bastardo prisma esta visión desolada del paisaje: “¿Quién puede decir de qué carne fui hecho?”, se pregunta en el comienzo de la narración. Después de un tiempo en el paisaje de Belbo, antes de marcharse, contempla el lugar donde fue ajusticiada por los partisanos Santina, una muchacha que jugó a dos puntas durante la resistencia: “Después le echamos nafta y le prendimos fuego”, le cuenta al Anguila el campesino Nuto, su antiguo amigo, ahora guía en la región, oficiando de Virgilio. Intemperie, crudeza, ritos sacrificiales. El retorno del Anguila opera como un insight: si se fue de su tierra fue para hacerse de dinero, y esto sólo podía lograrlo en un país de bastardos, los Estados Unidos. Si el Anguila ha vuelto, es para una revelación: “Siempre pienso cuánta gente debe estar viviendo en este valle y en el mundo a la que justo ahora le sucede lo que a nosotros nos pasaba entonces, y no lo saben, no lo piensan. Quizá es mejor así, mejor que todo se esfume en una fogata de hierba seca y que la gente empiece de nuevo”.

25 de abril de 2017

Ya elegí tema de nueva monografía

Ezequiel De Rosso

Una ciencia espectral
Informe sobre ectoplasma animal, de Roque Larraquy y Diego Ontivero,  Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2014.
I

El comienzo de Informe sobre ectoplasma animal nos ubica en un universo alternativo de manera abrupta: el espectro de Federico, el perro de una familia, bloquea el acceso a la casa. Se convoca entonces a un ectografista, Julio Heiss, para que determine la naturaleza del espectro y recomiende los pasos a seguir. Heiss admite que no hay nada que hacer:

…la única perduración de Federico es la de su gusto por la carne. La imagen, los ojos cerrados, la respiración en su vientre, son materia tenue residual, sin sobrevida: no es posible pedirle que se vaya.
Sobre él se construye un  peldaño que resuelve el problema.

Hay, pues un mundo en el que los espectros se reconocen, interactúan con los vivos y hay (en 1949, cuando sucede la acción) un oficio, el de ectografista, que parece dedicarse a estudiar las formas de esas apariciones. Pero hay, sobre todo, una prosa parca, que no condesciende a la explicación, y que remata el texto con una seca ironía: no hay nada que hacer frente a esos espectros. Esa ironía, esa prosa, se alimenta de la ilustración que la acompaña: una imagen abstracta que en sus ángulos y curvas parece remitir tanto a un animal como a una pieza de mobiliario.
En este sentido, el arco que recorre Informe sobre ectoplasma animal (pero no su cronología) es el arco que va de esa impotencia frente a los espectros a una voluntad de instrumentalización, con la que termina el libro. Entre ambos extremos, elInforme… cambia de registro: así como los textos de Larraquy pasan de las breves estampas y los fragmentos de diarios al desarrollo de las desventuras de Severo Solpe (el creador de la disciplina ectográfíca) durante la primera quincena de septiembre de 1930, las ilustraciones de Ontivero pasan de una serie de ilustraciones color a una serie de ilustraciones en blanco y negro cuya secuencia parece desarrollar una historia, diríamos, fabril.
Los episodios que narra Informe sobre ectoplasma animal están sostenidos en un doble procedimiento. Se trata, por una parte, de un conjunto de episodios más o menos ridículos (como el del licenciado Fairy o la muerte del gran danés a manos del ectógrafo Peller, o el modo en que se toman las ectografías), que a medida que avanza el libro se van mostrando cada vez más siniestros (como cuando se despliegan las diferentes interpretaciones de lo que siente una víbora cuando se la activa en cesio, o como cuando Solpe registra que son el dolor y la costumbre aquello que permite captar el ectoplasma animal). Pero, por otra, la prosa tiene un tono “científico”, distante, para narrar esos episodios. El resultado es por momentos muy divertido y por momentos inquietante, porque sugiere que toda esa farsa esconde un costado perverso al que Solpe (en el último apartado) parece indiferente. En el mismo sentido, las ilustraciones de Ontivero descreen de la representación realista y se decantan por las formas abstractas que parecen sugerir que las ocurrencias de la ectografía no pueden simplemente “mostrarse”.
Se trata, pues, de hacer delirar la ciencia, de encontrar en el discurso científico un espacio de absurdo (que recuerda a los experimentos de Lem en SolarisUn valor imaginario) que, en el fondo, no es más que un escepticismo radical.
Se trata, pues, de la historia de una disciplina imaginaria. Esa historia, sin embargo, no se nos presenta bajo una forma lineal. Antes bien, todo sucede enInforme sobre ectoplasma animal como si un narrador (cuyo nombre desconocemos) fuera recapitulando los materiales de una historia, como si estuviéramos ante una arqueología de la ectografía argentina. De ahí que las diferentes partes del libro parezcan ordenadas por temas antes que por períodos; que los diferentes fragmentos (salvo, notoriamente, los de la última parte) no respeten una cronología; que, finalmente, esa última parte revele en la forma de la narración, la articulación política de esa ciencia imaginaria. Ese despliegue sugiere que la historia de la ectografía no puede contarse, sino que sólo puede volver a contarse, que sólo puede escribirse bajo la forma espectral que estudian sus practicantes.

II

El centro de las preocupaciones de la ectografía parece concentrarse en la posibilidad de ver: el texto hace referencia a las técnicas de la visión (las “imágenes estancas” a las que se refiere Solpe), a los dispositivos de imágenes (se insiste, por ejemplo, en la representación del espectro “en giroscopio”), a una verdadera ontología de la imagen ectográfica (escribe Solpe: “Los espectros son pura superficie visible. La transparencia simultánea de todos sus secretos. […] El sentirse individuo nace de la tenaz opacidad del cuerpo. El individuo se hace en el secreto. No tener secretos equivale a estar muerto”). Esa obsesión por la mirada, por eliminar todos los secretos es, a la vez, el límite de la ectografía. No sólo porque el costado más siniestro de la disciplina se revela justamente cuando Solpe comienza a manipular los espectros, sino sobre todo porque esa mirada es engañosa: Solpe confunde su rostro facetado en una ectografía con una sudestada soñada por un perro, el procedimiento mismo de tomar una ectografía hace que el ectógrafo “vea doble”. Finalmente, el estatuto mismo de lo que se ve es conjetural: para el ectógrafo Martín Heiss los espectros están fuera del tiempo y “cada animal, vivo o muerto, ya tiene su espectro en algún sitio”. En este sentido, Informe sobre ectoplasma animal puede leerse como un conjunto de reflexiones sobre la imagen, y el texto de Larraquy como un comentario sobre las imágenes de Ontivero, ellas mismas conjeturales y ambiguas.
Como sucede con las historia de la ectografía misma, el final del texto anuda esa pulsión escópica con una ética de la mirada. Solpe transcribe, en el último fragmento del libro, uno de los consejos de su padre para la educación de los niños:

La distancia entre los ojos del niño y la pared debe ser escasa, a fin de provocar un efecto de pérdida de foco y la consiguiente reducción de las funciones cognitivas. El niño se sentirá adormecido, lejano, desapegado del mundo. En el espacio en blanco de su mirada se irán contando las imágenes de la buena conducta.

III

Bien puede decirse que, en lo que a Larraquy respecta, Informe sobre ectoplasma animal continúa el proyecto de La comemadre: contar a partir de la ciencia, y de la prosa científica, la historia de la Argentina del siglo XX. Ese proyecto que, imagino, abarca entre 1907 y 2009, encuentra ahora una segunda estación: los textos de Informe… están fechados entre 1911 y 1957 y es de esperar que los siguientes libros de Larraquy completen el recorrido que La comemadre cerraba en 2009.
Así, el proyecto de Larrraquy puede leerse como la articulación conflictiva de la historia argentina tratada a partir de una ciencia puesta a delirar, casi como si dijéramos Viñas con Lem. Esa historia, sin embargo, ha tenido otras formulaciones.
La historia de los científicos en la ficción argentina debería tal vez pensarse en relación con el Estado. Esa historia podría comenzar por el papel heroico del científico como representante de la modernidad y el Estado (en ficciones naturalistas comoIrresponsable [1903], de Manuel Podestá) y seguir, en los inicios de la ciencia ficción nacional, con los científicos paraestatales en las ficciones de Las fuerzas extrañas (1906) de Lugones y en textos de Quiroga como El hombre artificial (1910): científicos locos, creadores de monstruos, emprendedores que brevemente capturan algo de la llama de Prometeo para luego ser destruidos por su invento.
La ciencia finalmente será una fuerza antiestatal, una máquina de guerra que se piensa contra el Estado: Erdosain, como científico formado fuera de la lógica de Estado y conspirando contra él, es también un loco, uno de los siete locos. Ese pasaje también adquiere ciertas formas específicas: el naturalismo, la ciencia ficción, el folletín.
Estas ficciones son contemporáneas al período que describe la obra de Larraquy que entonces puede leerse como un comentario sobre esa línea de la narrativa argentina. Todo lo que en Podestá, Lugones, Quiroga y Arlt es tragedia o melodrama, se torna farsa en los libros firmados por Larraquy. Esa farsa, sin embargo, revela, en Informe…, el otro lado de esa progresiva relación de guerra entre Estado y ciencia: el predicamento de Solpe es justamente que sus inventos no son acogidos por el estado y se liberan en el mundo, contaminando la lógica política. La farsa es, pues, un cuarto modo de narrar esa relación conflictiva, es el modo en que se cuenta la voluntad de acceso a los mecanismos del estado.

IV

Dijimos que Informe… puede leerse como la historia astillada de una disciplina imaginaria. Esa historia, llena de precisiones y actores (Solpe, Heiss, Rubens, Peller) tiene, sin embargo, espacios liminares. Hay una prehistoria: Severo Solpe descubrió la ectografía por casualidad, intentando estafar a incautos. Esa primera estafa tiene como objeto un “simio espectral que flota en un quirófano abandonado”. Por otra parte, existe un único fragmento que no sucede en la Argentina. En efecto, el segundo fragmento sucede en Montevideo y cuenta cómo un mono conjeturalmente amaestrado (nadie lo vio, pero sus habilidades manuales así lo sugieren) escapa de un y se esconde en la campana de una iglesia, donde finalmente muere cuando el párroco la acciona. Otro mono colgado, esta vez del carrillón, está en las orillas de la ectografía. El relato de Montevideo no señala ningún ectógrafo en la toma, como si algo definitivo, irreductible, se jugara en esa captura. El fragmento termina con la frase: “Se obtienen seis segundos de giroscopio en los que el mono camina erguido como un ser humano”.
En los bordes de esa historia, antes y afuera de ella, está la pregunta que recorre Informe… y nunca se formula: ¿cómo es el ectoplasma humano? ¿Es posible distinguirlo del ectoplasma animal? La ilustración que acompaña al texto sugiere un tenedor curvado, que contrasta con las líneas rectas del fondo. Ese tenedor permite pensar en un momento de verdad. En palabras William Burroughs: permite vislumbrar “el momento helado en el que todos ven lo que hay en la punta de los tenedores”. O, como lo formula Informe sobre ectoplasma animal: “En el espacio blanco de su mirada se irán contando las imágenes de la buena conducta”.


(Actualización mayo - junio 2014/ BazarAmericano)

16 de abril de 2017

Fumar porro para crearte una miopía


espectaculos
DOMINGO, 19 DE ABRIL DE 2009
LITERATURA › CARLOS BUSQUED, FINALISTA DEL PREMIO HERRALDE 2008

“Me aburre mucho la gente normal”

Nació en el Chaco, vivió buena parte de su vida en Córdoba y cuando quedó finalista del Herralde nadie sabía en Buenos Aires quién era el autor de Bajo este sol tremendo. Es su primera novela y la mandó al concurso “de caradura”.
 Por Silvina Friera
¿Quién es Carlos Busqued, finalista del premio Herralde 2008 con Bajo este sol tremendo (Anagrama), su primera novela, que acaba de publicarse? El misterio mejor guardado de la literatura argentina comienza a develarse en un café de la calle Corrientes, cuyo nombre remite a una película de Emir Kusturica. El escritor de apellido vasco francés tiene un cuerpo inversamente proporcional a su escritura seca, económica, concisa. Sus ojos verdes auscultan el territorio con una expresión de alerta muy felina, como si temiera lo que puedan hacer los otros. Esa mirada incómoda se parece a la del misántropo que prefiere acovacharse, aunque más no sea en su departamento de San Cristóbal, para leer y escribir. Prefiere una mesa bien al fondo, se sienta y pide una cervecita acentuando su cantito cordobés. “Nadie sabía quién era porque no tengo demasiada vida social, ni de la artística ni de la otra”, dice el ex señor incógnita. Su periplo existencial ayudó a mantener, en parte, el enigma. Aunque nació en Presidencia Roque Sáenz Peña (Chaco) en 1970, llegó a Córdoba capital en 1986, a los 16 años, porque su padre tuvo un problema cardíaco y no podía soportar el calorcito chaqueño. Hace dos años se cansó de su ciudad adoptiva y decidió instalarse en Buenos Aires. “En Córdoba trabajé en una radio, pero hacía un programa a la noche, así que lo mío era cero audiencia”, aclara el escritor, alimentando el mito de ser un personaje inclasificable que tiene debilidad por los aviones de guerra soviéticos y la Trilogía de Argelia, de Lartéguy.
No cortó sus lazos con Córdoba, ciudad en la que terminó la escuela secundaria, hizo la carrera de Ingeniería, se casó y tuvo y tiene un puñado de buenos amigos. Aún conserva su cargo docente en la Universidad, donde dicta Cálculo de Avanzada, que él define como una materia “chiquita como un Fiat 600” dentro de la carrera de Ingeniería. Pero el personaje no debe ni puede fagocitar una novela extrañísima como Bajo este sol tremendo, quizá la ficción más “tóxica” de los últimos años. Los personajes están todo el tiempo fumando marihuana. Sobre todo Certati, el protagonista, que hace seis meses que está sin trabajo –lo echaron por “falta de iniciativa, conducta desmotivante”– y le queda poco de la indemnización que cobró. En el primer capítulo está fumando porro y mirando un documental de Discovery Channel cuando recibe una llamada desde Lapachito (Chaco), en la que le informan que su madre y su hermano han sido asesinados a escopetazos. Viaja al pueblo para hacerse cargo de los cadáveres. La geografía es inhóspita: sol castigante, casas rajadas, barro y pozos negros. Hasta el militar retirado que lo llamó desde Lapachito, Duarte, “albacea” de Daniel Molina (el marido de la madre de Certati), fuma marihuana. Completa el cuadro de situación Danielito, también huérfano como Certati, otro que fuma porro mientras mira Animal Planet. Duarte, que no da puntada sin hilo, sabe que Molina tenía un seguro de vida de la obra social de la Fuerza Aérea a nombre de la madre de Certati. Y lo embarca al protagonista en la empresa ilegal de intentar cobrar ese dinero.
“Empecé a escribir de nuevo justo cuando atravesaba una gran crisis y no sabía qué hacer de mi vida”, señala el escritor en la entrevista con Página/12. Hace unos tres años, después de una excursión por su Chaco natal, al que no había regresado desde que se fue a Córdoba, comenzó a escribir Bajo este sol tremendo. “Ese viaje a Resistencia, Sáenz Peña, Campo del Cielo, donde miré los meteoritos que están en un agujero en medio del monte, fue alucinante. Me encantó sentir el olor de la vegetación y reencontrarme con ese paisaje.” Cuando terminó la novela, se preguntó qué podía hacer. “La mandé al concurso de caradura porque era el único que no pedía extensión –confiesa Busqued–. Cuando me escribió (Jorge) Herralde, me caí de culo. Me dijo que estaba entre los diez finalistas y que independientemente del resultado quería publicar la novela. Leo tirando a poco y soy medio vago. Pero la mayoría de los escritores que me apasionaron publicaron en Anagrama. Yo no sabía ni cómo contestarle el mail a Herralde. Esperé dos días; le dije que era un honor pero tampoco quería que se me notara que se me caían las medias. Herralde tardó una semana en responderme y yo pensé que se había arrepentido.” Cuenta que lee mucho más libros de no ficción que narrativa, “de ahí que sea tan cortante, tan poco florido –plantea Busqued–. Me molesta el escritor que pelotudea. Cuando el autor empieza a poner lo que piensa, yo me enojo mucho. Soy conciso porque los libros que me gustan te cuentan concretamente lo que está pasando. Para mí el estilo florido es una mariconada para llamar la atención”.
De chico percibía en el Chaco escenas y situaciones que lo marcarían para siempre. “El paisaje de Lapachito de la novela es el paisaje de Sáenz Peña. Me acuerdo de que no podías tirar el inodoro porque salía el agua para afuera. Las casas se rajaban, se estropeaban con mucha facilidad –recuerda Busqued–. Mis impresiones más fuertes de la infancia son muy raras. El chancho Duarte era un compañero de mi viejo que terminó loco. Me acuerdo de que a los cuatro años el tipo se me acercó y se sacó la dentadura postiza. Salí cagando y llorando por el susto. A los diez años me gustaba juntar arañas pollitos y víboras y solía ir mucho al monte.”
–¿Esa atmósfera un tanto siniestra de la novela viene de su infancia en el Chaco?
–Sí, viene un poco de mi experiencia en Sáenz Peña, pero también porque me eduqué con tipos siniestros. Yo tengo encima muchas lecturas de tipos borders, de libros sobre qué hacen los milicos. Hay un libro que se consigue por acá, en las librerías de Corrientes, que se llama Tú llevas mi nombre, sobre la vida de los hijos de los nazis. La idea era ver qué tenía en la cabeza Danielito y cómo podía actuar. Al principio, los personajes eran más exuberantes, pero poco a poco les fui sacando toda la humanidad que podían tener y quedaron lo más secos y llanos posibles.
–¿Siente que no vale la pena ninguno de los personajes?
–Tiendo a dividir a la gente en interesante o no interesante, y estos personajes son interesantes de seguir. El tema es que casi todo el mundo, seguido de cerca, es moralmente repugnante. Un libro que me impresionó mucho es El extranjero, de Camus, porque no hay juicio moral. ¿Qué tienen que andar diciendo quién es malo y quién es bueno? Además, creo que alguien que hace un juicio moral te está choreando. Fui a muchas manifestaciones de milicos para curiosear. Tenía la sensación de que me estaba moviendo entre monstruos. Veía las caras y me preguntaba qué habrían hecho. El juicio moral es tan de base que ya sé qué son. Sí, son enemigos, pero me parecen muchos más peligrosos los tipos normales. Alejandro Biondini, a quien le leo la página, Panteón de los héroes, está re bosta de la cabeza y tan chalado que para mi vida es mucho más peligroso el rabino Bergman o Susana Giménez.
–¿Por qué en la novela los personajes están buena parte del tiempo fumando porro y mirando televisión?
–Yo soy medio así, prefiero estar viendo televisión que hablando con la gente. Los tipos quieren que la realidad sea lo más nebulosa posible. El trato que tienen los personajes con la realidad es muy mío (risas). Me llevó mucho laburo escribir una novela donde los personajes están todo el tiempo de la cabeza, viendo tele. La idea es que fuman porro para desdibujar por completo las circunstancias de la realidad. Sería como tratar de provocarse una miopía.
Busqued reconoce que no es azaroso que Certati y Danielito sean huérfanos. “Un amigo me criticaba porque no hay mujeres en la novela y la razón de esta ausencia es porque son huérfanos. Quería que los personajes fueran lo más de laboratorio posible, que hubiera poca interacción con los otros. En ese micromundo no entran ni las mujeres ni otras personas. Si Danielito tuviera una novia, seguramente le preguntaría por qué estás tan callado, lo que sería un embole (risas). Los necesitaba muy monocordes. Ese es el tipo de gente que me cae simpática. Me gusta la gente que habla poco”, subraya el escritor.
–Hay una escena muy bizarra de la novela que remite a una película de los hermanos Coen, El gran Lebowski. Danielito, que arrojó las cenizas de su madre por el inodoro, teme que algún día termine tomando un vaso de agua con los restos de su madre. ¿Qué le interesa de lo bizarro? ¿Y de qué modo se conecta este interés con cierta misantropía que se respira en la novela?
–No todo lo que se considera bizarro me atrapa. Me obsesionan los momentos extraños y extremos de las personas. Tengo predilección por los personajes outsiders; me aburre mucho la gente normal. Admito que en la novela hay algo de misantropía. Yo adoro a Bukowski; él me cayó en un momento en que estaba en cuarto año de Ingeniería y laburaba en un taller metalúrgico donde me agarré una escoliosis. Lo leía a Bukowski y sentía el odio al patrón, hacia un estilo de vida que te jode mucho. Me gusta del viejo la certeza de que nadie vale dos mangos. Me siento muy identificado con él, aunque mi vida es mucho más aburrida que la que vivió Bukowski. Los momentos más lindos de mi vida son cuando estoy solo, leyendo o escribiendo. No le tengo mucho cariño a la especie. En ese sentido soy un misántropo.

Hay cadáveres en La comemadre

Diego Peller

Cadáveres exquisitos*
La comemadre, de Roque Larraquy, Buenos Aires, Entropía, 2010.
La comemadre es, contra toda evidencia, un libro intempestivo. Ni actual ni inactual, ni realista ni fantástico: no se propone la reconstrucción de un verosímil histórico –pese a que la primera parte de la novela esté situada con precisión en 1907, en un sanatorio “en las afueras de Temperley, a pocos kilómetros de Buenos Aires”–, al mismo tiempo que carece de toda intención de “actualidad”, entendida como sumisión dócil a los mandatos temáticos y formales de la hora –y esto pese a que la segunda parte lleve por título “2009” y posea, en realidad, todo lo necesario para ser un relato en sincronía absoluta con eso que podríamos llamar vagamente “cultura contemporánea”.
Hay, por cierto, algo inquietante, incómodo, difícil de identificar en La comemadre; por lo cual, pese a tener todos los ingredientes necesarios para ser una novela histórica (la clínica sórdida y suburbana, los delirios positivistas y antropométricos), no es una novela histórica; y pese a tener, en apariencia, todo lo necesario para ser una “novela actual” (el cruce entre arte conceptual, sociedad del espectáculo y biopolítica; las zonas grises de la muerte, la enfermedad y lo animal como umbrales de lo humano), algo en su tono somete esa actualidad a un proceso de distanciamiento, tratándola como un cuerpo ajeno, extraño, ni del todo vivo ni del todo muerto.
Si se descuida este carácter intempestivo de La comemadre, resulta difícil asir la figura en dos tiempos que la informa; porque La comemadre es también –y esto sí es una evidencia– un libro doble. Dos partes (“1907” / “2009”), dos epígrafes (arriba –bien arriba– una cita del Curso de Ferdinand de Saussure, que señala la relatividad de lo nuevo: “Lo que domina en toda alteración es la persistencia de la materia vieja: la infidelidad al pasado es sólo relativa”; abajo –bien abajo– una profecía de Benjamín Solari Parravicini: “La clase media salva a la Argentina. Su triunfo será en el mundo”). Pero no es este un libro doble solo porque esté dividido en dos partes, o porque esas dos partes correspondan a dos momentos históricos claramente delimitados; La comemadre es un libro partido en dos en cada una de sus partes; un libro escrito todo el tiempo en dos tiempos, en dos series, en dos ritmos y en dos regímenes de significación y sensibilidad.
De un lado, el registro de lo alto, la alta cultura y la trascendencia, la ciencia y el arte como “políticas de la inmortalidad”, en términos de Boris Groys; del otro, el registro de las bajas pasiones como motor más o menos oculto de estas empresas de trascendencia, la fluidez del deseo, y la repugnancia de los cuerpos. Acompañando estos dos registros, dos series –separadas, en conflicto– la serie de los cuerpos, y la serie de los nombres.
Si empezamos –siempre es mejor así–, por los cuerpos, podemos afirmar, tomando prestadas las palabras del inquietante poema de Perlongher, que, en La comemadre, “hay cadáveres”.
De acuerdo con la etimología más aceptada, esta palabra, de origen latino, proviene del verbo cadere (caer), y se refiere a un cuerpo que, falto de vida, ya no puede sostenerse en pie, y cae. Otra hipótesis etimológica, altamente improbable, afirma que la palabra “cadáver” sería la abreviatura de la expresión latina “caro data vermibus” que se traduciría como “cuerpo dado a los gusanos”.
Sea en uno u otro de estos sentidos, hay cadáveres en la primera parte de la novela, como resultante, o como resto no deseado, del siniestro proyecto científico llevado a cabo en el Sanatorio Temperley. Partiendo de la siguiente premisa: “una cabeza humana –o animal– separada velozmente del resto del cuerpo, permanece viva y consciente durante nueve segundos”; el Doctor Quintana y sus colegas emprenderán su experimento con el objetivo de saber qué puede decirnos la cabeza en cuestión, en ese umbral que la separa de la muerte. La iniciativa presenta una cantidad de escollos técnicos, éticos, legales, y, por otra parte, deja un resto: esos “restos del cuerpo”, esos “descartes” de los que las cabezas son separadas y que van a dar a un depósito situado –no podía ser de otra manera– en el subsuelo, mientras un sistema de ventilación insufla aire (espíritu) a las cuerdas vocales para permitir que la cabeza se exprese.
¿Qué se hace con los cuerpos que caen? ¿Cómo proceder con los cadáveres, con los restos muertos –y no tanto– del pasado?, son algunas de las preguntas que despliega La comemadre. Y no es casual que sean las larvas de la planta que da nombre a la novela las que sirvan para resolver este problema.
Se trata de: “una planta de hojas aciculares conocida como comemadre, cuya savia vegetal produce (en un salto de reinos no del todo estudiado) larvas animales microscópicas. Las larvas tienen la función de devorar al vegetal hasta resecarlo por completo. Los restos se dispersan y fecundan la tierra, donde se reanuda el proceso”.
Las larvas de comemadre, hijas siniestras que devoran a su madre desde su interior, al ser inyectadas a un cuerpo (vivo o muerto, humano o animal), lo consumen por completo, de adentro hacia afuera, hasta hacerlo desaparecer sin rastros. 
Pero “hay cadáveres” también en la segunda parte de la novela; no tanto “cuerpos que caen”, como partes de cuerpos que se pierden, se sacrifican, son robadas o separadas de su conjunto. El narrador anónimo, un artista conceptual argentino reconocido internacionalmente, se secciona voluntariamente un dedo como parte de una instalación realizada en el Palais de Glace; el dedo es robado el último día de la muestra. El mismo narrador se había “extirpado” en su adolescencia, no por cirugía sino a través de una estricta dieta, los cincuenta kilos de “grasa pura” que recubrían, según sus palabras, los setenta kilos correspondientes a su “yo más íntimo”.
No voy a hacer el catálogo completo de los cuerpos y miembros que pueblan la novela, me limito, para cerrar la serie, a las mascotas que este entrañable artista atesora en su escritorio: “Guardo mascotas en un cajón de mi escritorio. Hay un hámster que me compraron a los seis años y que duró dos días, flotando en un frasco con formol. A veces le doy envión con un lápiz y lo miro girar. Wright, la tortuga seca que sufrió el olvido familiar bajo el sol constante de un balcón, está en una caja que reviso cada tanto. Quizás su muerte es solo un letargo del cual regrese algún día, reclamando lechuga. (Todavía la conservo. Lucio bromeaba con exponerla en el Guggenheim.)”.
En paralelo a esta serie “baja” de los cuerpos sometidos a la descomposición y la dispersión, se dibuja otra serie, “alta”, formada por nombres y apellidos.
La decapitación es así la matriz formal de La comemadre: separa y produce lo alto y lo bajo, la “pura” cabeza y el cuerpo acéfalo, y como correlato engendra dos preguntas, o mejor dos series de preguntas. Una de estas series, la baja (llamémosla spinoziana) se interroga por lo que pueden un cuerpo y sus restos. En este sentido, la idea de “letargo”, que se reitera en el libro, es fundamental y conecta las dos partes y los dos tiempos del relato. Hay elementos de la primera parte que parecían “muertos” pero que, en realidad, estaban en letargo y, de forma más o menos azarosa, cobrarán vida nuevamente en la segunda parte de la novela. Del lado de arriba, y con un “pathos cartesiano” (son palabras de la novela) se formula otra serie de preguntas: ¿en qué medida se ve afectado el sujeto por la pérdida de su cuerpo? “¿Una cabeza cercenada sigue siendo Juan o Luis Pérez, por decir algún nombre, o es la cabeza de Juan o Luis Pérez?”¿Qué hay en un nombre?, ¿quiénes tienen y no tienen nombre propio?, y por último, la pregunta por la trascendencia: ¿cómo –y bajo qué circunstancias– un apellido deviene adjetivo?
En la primera parte, según el protocolo médico, los doctores (todos hombres), solo poseen apellido (no tener nombre, allí, es un plus): Gurian, Gigena, Quintana, Sisman, Ledesma. Mientras que las pacientes (mujeres, locas), solo tienen nombre: Silvia, Elsa.
Aquellos que escapan a esta distribución quedan, por ello mismo, marcados, son anómalos: Menéndez, la jefa de enfermeras, mujer entre los hombres, y el misterioso “médico del lunar en el mentón”, del que no se sabe nada, por empezar, se desconoce su apellido.
En la segunda parte, el artista y narrador, cuyo nombre desconocemos, comenta con sorna las interpretaciones de Linda Carter, abnegada investigadora norteamericana consagrada a escribir una tesis de doctorado sobre su vida y obra: “[Ella] dice que mi aporte al campo del arte es muy coherente y que no le sorprendería que mi apellido, a mediano plazo, se convirtiera en adjetivo.” Pero esta preocupación por la inscripción, por el devenir común del nombre propio, no es sólo de Linda Carter; ya estaba presente en el artista al momento de concebir su primera instalación: “A los 22, reconocido por el Estado como artista universitario, entiendo que las puertas de las que hablaba papá no están en las galerías menores, ni en el boca o boca, ni en los concursos, ni en las becas, sino en el nombre. Mi plan es tatuarlo en la frente de un público popular, ignorado por el mundillo del arte, y hacerlo crecer desde ese margen hacia adentro, hasta el umbral de los consumidores reales.”
Esta preocupación insiste en la segunda instalación que realiza, junto a su doppelgängerLucio Lavat, para la Bienal Internacional de Arte de Noruega, obra a la que llaman “Perón”. En Perón y en Evita, en el robo de las manos de él, en la desaparición del cuerpo de ella (convertidos en reliquias precisamente a partir de su sustracción), en la transformación del apellido de él en adjetivo (la más exitosa de la historia argentina), en la persistencia del nombre propio de ella, parece condensarse una obsesión que excede lo personal y encarna uno de los atributos de una irónica “argentinidad”.
Cuerpos / Nombres, pero… ¿Qué hay en el medio, conectando estas dos series? La respuesta que da La comemadre es tan contundente como enigmática: nosotros, la clase media argentina, aquella que, según la psicografía profética de Benjamín Solari Parravicini, salvará a la Argentina, y triunfará en el mundo. La clase media, efectivamente, parece debatirse allí, entre la vergüenza de los cuerpos y el deseo de trascendencia del nombre, y estar dispuesta a pagar los costos. A amputarse.
Dudo que la clase media argentina esté destinada a triunfar en el mundo, y no creo que debamos tomar demasiado en serio la profecía de Solari Parravicini; tampoco sé si me atrevería a vaticinar la conversión del apellido de Roque Larraquy en un adjetivo (que sería por cierto de difícil pronunciación), pero sí que su nombre, y su libro, que llegan –de manera absolutamente deliberada– desde afuera de los círculos y los juegos de salón literarios, van a resonar –ya se los oye– como un martillazo de aire fresco. Lo dicho: intempestivo.

* Texto leído en la presentación de La comemadre, de Roque Larraquy, Librería Prometeo de Palermo, 10 de diciembre de 2010.
(Actualización marzo- abril 2011/ BazarAmericano)

19 de marzo de 2017

Percepto, afecto y concepto

Percepto, afecto y concepto


Gilles Deleuze - Félix Guattari



El joven sonreirá en el lienzo mientras éste dure. La sangre late debajo de la piel de este rostro de mujer, y el viento mueve una rama, un grupo de hombres se prepara para partir. En una novela o en una película, el joven dejará de sonreír, pero volverá a hacerlo siempre que nos traslademos a tal página o a tal momento.
El arte conserva, y es lo único en el mundo que se conserva. Conserva y se conserva en sí (quid uris!", aunque de #ec#o no dure m$s que su so%orte y sus materiales (quid &acti!", %iedra, lienzo, color químico, etc.
La joven conserva la pose que tenía hace cinco mil años, un ademán que ya no depende de lo que hizo. El aire conserva el movimiento, el soplo y la luz que tenía aquel día del año pasado, y ya no depende de quien lo inhalaba aquella mañana. El arte no conserva del mismo modo que la industria, que añade una sustancia para conseguir que la cosa dure. La cosa se ha vuelto desde el principio independiente de su modelo!, pero también lo es de los demás personajes eventuales, que son a su vez ellos mismos cosas"artistas, personajes de pintura que respiran esta atm#s$era de pintura. %el mismo modo que también es independiente del espectador o del oyente actuales, que no hacen más que sentirla a posteriori, si poseen la $uerza para ello. &' el
creador
entonces( La cosa es independiente del creador, por la auto"posici#n de lo creado que se conserva en sí.
'o que se conserva, la cosa o la obra de arte, es un lo que de sensaciones, es decir un com%uesto de %erce%tos y de a&ectos.

3 de marzo de 2017

Las ficciones lesbianas reconfiguran la cartografía cultural de los cuerpos, deseos y saberes


FICCIONES LESBIANAS, DE LAURA ARNÉS

Ficciones lesbianas, de Laura Arnés
No se trata de establecer tópicos o agendas de lectura. Tampoco de reivindicar una figurita faltante en el álbum de los posibles temas que atraviesan la literatura. Aquí no se habla de la lesbiana en la literatura o en la cultura argentinas en tanto que posible marco de abordaje de un corpus textual. El ensayo de Laura Arnés se lanza, luego de haber realizado una exhaustiva investigación, a definir y conceptualizar la noción de “ficciones lesbianas”. Se trata de pensar críticamente modos de leer, lo que supone modos de ver. Apunta a un posible reajuste de la lente, ante una cultura, la occidental, de fuerte impronta visual. Y en la que los sujetos son delineados a partir de la mirada que se lanza sobre ellos. Por eso es que los cuerpos en cuestión, emergentes de afectos y pasiones a las que esa misma cultura evita nombrar, inventando rodeos y circunloquios varios, son percibidos en primer lugar como desaparecidos del paisaje. Hay un silencio atronador inherente a las ficciones lesbianas. No es que ciertos afectos sean más visibles que otros. Algunos están lisa y llanamente invisibilizados. Hacerlos salir a la luz, revelarlos (en sentido fotográfico), implica no solo un supuesto acto de justicia sino, más que nada, una exigencia de cuño epistemológico para la crítica tanto literaria como cultural.
La invisibilidad, por otro lado, constituye una estrategia de representación. Estas ficciones, disgregadas, dispersas, funcionan como momentos de intermitencia. Y ahí es en donde radica su productividad. Arnés, nos dice, elige leer el momento en que lesbiana se convierte en imagen o en imaginación. Esa trama configurada por los mecanismos tanto retóricos y estéticos que le interesan, hace emerger determinados sentidos que son políticos, históricos y culturales. Y que hablan de cómo entendemos la distribución de los cuerpos en el espacio, pero también de los modos en que relegamos los afectos al ámbito de la exterioridad, de aquello que está o más allá o más acá de la razón, y que le demarca los límites. Lo lesbiano configura en la literatura argentina una “zona posible”, que sirve para leer formas variadas de opresiones, así como rastros que implican legados o herencias. Si algo llama la atención de estas ficciones es que no hablan de clausuras, sino que permiten desplegar temporalidades que se expresan en futuro. Las pasiones lesbianas toman la forma de “poéticas impredecibles”, a decir de Arnés, a la vez que ponen en evidencia que las ficciones normativas son ficciones.
Una vez establecida la premisa, el ensayo va armando una cartografía disidente, pero no extraña. No entra en la tentación del catálogo, con lo cual no abandonaría la senda bien trazada de la galería de lo anormal. Si bien, dado lo inédito de su trabajo, propone un recorrido que traza genealogías y que ofrecen un mapa útil tanto para el académicx como para el lectxr curiosx, la idea del texto es marcar intensidades, las situaciones en donde los bordes se rozan y permiten corroborar que el espacio no es una dimensión fija y que los tiempos solo existen en el plural. Justamente la negación a aceptar la linealidad como parámetro, nos obliga a pensar que la sexualidad es eso que horada los distintos momentos, y bajo ningún concepto algo así como su principio ordenador. Esto es lo que permite pensar desde la noción de continuum lesbiano, una intensidad afectiva que aúna a las mujeres en el rechazo del sistema patriarcal, y que podría funcionar como alternativa al constringente sistema de la heterosexualidad obligatoria. Arnés recoge y sintetiza los aportes desde la teoría lesbiana que ofrecen una perspectiva emancipadora, y vienen a coronar un siglo que se dedicó a girar sobre un sujeto descentrado. Un sujeto que anda siempre a la zaga de su deseo. Y el deseo, que como puntualiza Arnés, se construye en la permanente tensión entre lo ficcional y lo referencial, tironeo que no se resuelve. Este cruce es algo que bien logra revelar el “rastro lesbiano”, también construido en la intersección entre presencia y ausencia.
La literatura, ese “dispositivo político”, nos coloca frente a escenas. Un discurso que emerge como estigmatizante en la Argentina de fines del siglo XIX, con su recurso a la patologización, va encontrando otras modulaciones a lo largo del siglo XX. Las ficciones lesbianas escapan en cierto modo a la obligatoriedad de consolidar la idea de Nación, y pueden colarse por las rendijas de semejante aparato disciplinador. Lo lesbiano no se evade de una condición que atañe a todas las mujeres, y es la de entrar a la cultura a través de su propia “ajenidad”. En los comienzos del siglo XX es la mirada masculina la que atisba en este universo al que no puede evitar señalar como monstruoso, aun cuando lo disfrace de Sirenas. Pero el siglo avanza junto con las mujeres y son estas las que irán dando giros hacia nuevas narrativas. Para las letras argentinas, es no menor el rol que juega el proyecto cultural de la Revista Sur, comandada por una impensada Victoria Ocampo, y el espacio que ofreció a las genealogías disidentes. El tercer giro certificado por Arnés se da en los años setenta junto con la eclosión que producen los diversos grupos de la militancia feminista, así como la del Frente de Liberación Homosexual; y que da frutos en los ochenta, una vez superado el hiato de la dictadura que encabalga estas dos décadas.
Luego de cartografiar los puntos ciegos, las horadaciones por donde se abren paso las voces lesbianas, el libro va armando ese cuerpo literario que da cabida a los cuerpos otros, para ver qué narrativas se crean o se sostienen desde ese lugar de enunciación. Allí lo que interesa es poner en contacto los rozamientos entre poder, erotismo y usos del lenguaje. Es decir, prestar atención a quién habla, cómo habla y cuándo habla. Voces que se modulan como secreto, en realidad colocan en un primer plano sonoro ese secreto a voces. Es la paradoja que permite leer en donde hay falta, la presencia. Para la construcción de la memoria, también aparece la sexualidad como un centro gravitacional alrededor de la cual se narra la H/historia. La construcción de un cuerpo a partir de los afectos, toma en cuenta aquel “ángulo muerto” de la mirada, que ofrece los escorzos eludidos en los discursos hegemónicos. El resultado puede parecer sorprendente porque se llega a ver aquello que estaba siempre ahí, en estado de anamorfosis. Y así llegamos al siglo XXI, en donde supuestamente no hace falta abrir puertas y ventanas, porque ya estamos en la intemperie, o en una “zona liberada”. Lo que los textos buscan decir ahora tiene más que ver con una urgencia y una desorientación. Esas errancias sexuales/textuales suponen incluir en el armado de los nuevos derroteros a los afectos como guía. Las ficciones lesbianas, concluye Arnés, reconfiguran la cartografía cultural de los cuerpos, deseos y saberes, ya no como producto de lo que se excluye sino de la coexistencia de elementos heterogéneos, en permanente movimiento. Interesan, entonces, los modos en que la sexualidad habilita una reflexión sobre la vida del cuerpo, así como las narrativas que giran en torno suyo.
Foto (detalle): Dafna Alfie
Arnés, Laura A. Ficciones lesbianas. Literatura y afectos en la cultura argentina. Buenos Aires, Madreselva, 2016.

Laura Arnés es argentina, doctora en Letras. Investigadora del Instituto interdisciplinario de estudios de género (UBA) y del CONICET. Profesora de la carrera de letras (UBA) y de la maestría de género (UNTREF). Colaboradora del Suplemento Soy de Página12. Co-editora del Proyecto NUM.