Autocronograma

AUTOCRONOGRAMA

2008: 23 años deseando esta carrera.

2010: Bitácora de quien estudia en Puán porque la vida es justa y (si te dejás) siempre te lleva para donde querés ir.

2011: Te amo te amo te amo, dame más: Seminarios y materias al por mayor.

2012: Crónicas de la deslumbrada:Letras es todo lo que imaginé y más.

2013: Estampas del mejor viaje porque "la carrera" ya tiene caras y cuerpos amorosos.

2014: Emprolijar los cabos sueltos de esta madeja.

2015: Pata en alto para leer y escribir todo lo acumulado.

2016: El año del Alemán obligatorio.

2017: Dicen que me tengo que recibir.

2018: El año del flamenco: parada en la pata de la última materia y bailando hacia Madrid.

2019: Licenciada licenciate y dejá de cursar mil seminarios. (No funcionó el automandato)

2020: Ya tú sabes qué ha sucedido... No voy a decir "sin palabras" sino "sin Puán".

2021: Semipresencialidad y virtualidad caliente: El regreso: Onceava temporada.

2022: O que será que será Que andam sussurrando em versos e trovas 2023: Verano de escritura de 3 monografías y una obra teatral para cerrar racimo de seminarios. Primer año de ya 15 de carrera en que no sé qué me depara el futuro marzo ni me prometo nada.

24 de junio de 2013

Rapsodia: Colautti-Copi-Aira

Ricardo Colautti: parábola del desgraciado



Algunos tonos de la prensa cultural. Forma y sentido de la rapsodia. Sebastián Dun: escenas de una vida lumpen. Salvación y producción artística en la obra de un olvidado, luego resucitado y finalmente rematado escribano porteño.



por Miguel Rosetti, Nicolás Vilela



Algunos tonos de la prensa cultural. Forma y sentido de la rapsodia. Sebastián Dun: escenas de una vida lumpen. Salvación y producción artística en la obra de un olvidado, luego resucitado y finalmente rematado escribano porteño.

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Un examen póstumo de la obra completa de Ricardo Colautti (1937 -1992) no debería desatender, a modo de introducción, la doble y diferida indolencia con que fue recibida su obra: primero en 1971, 1976 y 1988 (años de publicación de Sebastián Dun, La conspiración de los porteros e Imagineta, respectivamente) y luego a partir de 2007, el año pasado, momento en que tuvo lugar la publicación conjunta de esas tres novelas en un volumen titulado La conspiración de los porteros (Mansalva)(1). No bastan las someras y arqueológicas reseñas a las que nos tiene acostumbrado el periodismo cultural para pensar que este nuevo volumen ha corrido una suerte muy distinta de la de aquellas tres ediciones, aunque sí permite, la más sobria y dedicada entre esas notas, transcribir la información de que su flamante editor le consigna a Colautti el lugar de "eslabón perdido entre Arlt y Copi". ¿Pero un "eslabón perdido" no era, acaso, un estadio en la evolución de una especie, de un grupo, de una familia? Y si alguien creyera en ese patrón evolutivo, ¿iría a buscar por razones que no fueran mera arqueología cultural un ejemplar menos acabado de una especie cuyo ejemplar más acabado sí existe, con nombre y apellido, y se llama, verbigracia, Copi? O Aira, lo mismo da. En cualquier caso, no es de extrañar que, rápidos de reflejos y a su turno, como nuestro videoclubista de barrio, los reseñeros se encolumnen para responder la turgente cuestión de a qué se parece la narrativa de Colautti. Lo que sí resulta llamativo es que releguen indefinidamente en manos de la adjetivación otros asuntos, a todas luces más significativos, empezando por qué dice su literatura, sobre qué, y para quién.

Ahora bien, no se trata de hacer por esto caso omiso a la caja de resonancia de nuestros suplementos dominicales, sino de que la atención prestada al tono no interfiera en la consideración de todo aquello que lo apuntala: estructuras narrativas, topologías, series históricas, y otras exquisiteces del arsenal teórico literario. En efecto, Colautti publicó su primera novela dos años antes que El Uruguayo y cuatro antes que Moreira, respectivos debuts novelísticos de Copi y de Aira, y es factible no sólo la impresión de que se alinean bajo la misma frecuencia sino también de que se fundan en el mismo protocolo narrativo: la rapsodia.



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Roland Barthes, tan proclive a insinuar líneas posibles de investigación -y, a veces, a clausurarlas al instante-, propuso a la forma-rapsodia como una estructura alternativa al paradigma clásico del relato. Allí donde este último, de acuerdo con un modelo implícitamente orgánico, somete a la "serie de episodios a un orden natural (o lógico)", la rapsodia yuxtapone "pura y simplemente fragmentos iterativos y móviles". De este modo, cuando el primero impone su sentido en la salvaguarda del Destino de sus criaturas, la rapsodia lo escandaliza porque "no tiene sentido, nada la obliga a avanzar, madurar, terminar"(2). Claro que la conclusión barthesiana, todavía al calor de la teoría posestructural, desemboca raudamente en una crítica ontológica del sentido (saco voluptuoso en el que caben desde la camisa de mangas cortas hasta Occidente en su totalidad) y propicia que la celebrada estructura rapsódica permanezca, tal como había señalado, "poco estudiada".

En tal situación, constatar la conveniencia de la serie Colautti-Copi-Aira bajo el aliento exclusivamente narrativo de sus rapsodias, es decir, verificar que el aire de familia que los aúna es fruto del tejido hiperactivo de las respectivas obras, debería ser el puntapié para distinguir sus diferencias específicas. De hecho, intentaremos ver que, pese a que los acontecimientos se reiteran y suceden al arbitrio de los ejecutantes sin trabar a priori correspondencias reparadoras, el análisis de los efectos a los que obliga esta estructura narrativa puede echar luz sobre las divergencias esenciales que los separan y que tienden otras líneas en la literatura argentina. Sucede que la velocidad impresa por Colautti al material novelístico con que trabaja no produce la desnaturalización de los personajes (mutación, aniñamiento, transformismo, descaracterización indiferenciación, etc.), sino que -y tiene ello un carácter decisivo- se encarga de ajustar el delirio persecutorio del personaje principal, el frontman y su gran carta literaria: Sebastián Dun.

Sospechamos que durante la lenta cocción de su narrativa Colautti se enfrascó en la construcción no de un protagonista presto a sacrificarse en la hoguera del procedimiento, sino precisamente de un "Destino". Extendido a lo largo de diecisiete anónimos años, el seguimiento de las peripecias de Sebastián Dun, incompleto por fuerza mayor pero trabajado a fondo en sus concreciones provisorias, toma la forma de una tímida obsesión y no de mero pretexto literario. De modo que, si la rapsodia y la idea misma de "Destino" se resisten mutuamente, el valor de la literatura de este escribano porteño radica en haber logrado capitalizar ese enfrentamiento y haber extraído de él los materiales para lo que llamaremos una parábola del desgraciado. Donde la acción rapsódica invitaría, como paradójica capitulación, al sinsentido, al absurdo y al grotesco, Colautti logra reconducirla de la mano de Sebastián Dun al ámbito de sus interacciones y desventuras como efectos vívidos de su experiencia social.

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Indagando la patente huella-Arlt y la pertinencia de hacer de Dun un miembro de esta cepa, cabe anotar un par de consideraciones. Lo es en pleno derecho, sí, porque Sebastián Dun (allende su misoginia) se flagela sistemáticamente con la batería existencial de preguntas típicamente arltianas: ¿quién soy yo?, ¿de qué estoy hecho?, ¿para qué estoy en el mundo? Y sin embargo se desafilia cuando, en lugar de abrirse al monólogo interior -de responder esas preguntas-, se arroja a la praxis cautiva de una pulsión relacional que lo lleva a acumular crímenes, desfalcos y fugas; a ser sucesiva y simultáneamente víctima, victimario y, de manera primordial, cómplice. Si Arlt articulaba la introspección en desmedro de la acción (déficit del que el mismo wannabe Flaubert alguna vez se jactó), lo hacía necesariamente para darle relieve y aislarla, de manera tal que todo lo que lo antecediera funcionase como preludio para el golpe final. Como contrapartida, Colautti construye una primera persona desprovista de mecanismos psicológicos, sin demonología, y destierra la reflexión de la órbita de sus acciones, convirtiendo a la narración en un raid delictivo al que Sebastián Dun está literalmente rendido. Así es que, por caso, solo después de conectar a Blanca, su vecina prostituta -"fina, pero prostituta al fin"(3)-, a la manguera de gasoil y quemarla viva, se pregunta "¿Qué he hecho, Dios mío?" para pasar de inmediato a otra cosa. Es más: también las motivaciones prácticas, si las hay, tienen corto alcance y resultan, apenas concretadas, en la coartada para los nervios, la reacción y la huida. El casamiento con Eugenia se transforma en un infierno, el trabajo subordinado a sus tíos es la perdición (o porque no se trabaja lo suficiente, o porque se trabaja demasiado), y el dinero, ni bien se consigue, deja de importar.

Este patrón de conducta, por lo tanto, no responde al imaginario arltiano de la escalada social ni prepara la acción para el advenimiento de "el" acontecimiento -llámese crimen, traición o revolución. Es que la conspiración de hecho de los porteros, que a primera vista parece un leitmotiv inscripto en la genética arltiana, termina quedando, por el lugar que ocupa en el relato, por su falta de eco en el resto del volumen, porque rápidamente se resuelve en dos malogrados operativos, aparentemente sumergida y disuelta en el flujo de acciones. Conjeturamos entonces que no es la angustia eventual sino el miedo lo que constituye la piedra angular del personaje. En la medida en que las acciones de Dun no son volitivas, resulta imposible reconstruir los propósitos que lo mueven y obliga a que el qué quiere ceda lugar al más perentorio a qué teme. Miedo a la locura, miedo a caer entrampado en el tedio de la vida ociosa del hijo bien, miedo a vivir trabajando, humillado, aburrido, en negocios que lo deprimen.

Se explica desde esta perspectiva que la rapsodia comulgue con un personaje al que el autor, sin ceder al imperativo de la saga, revisita para probar cómo puede conjurar su terror fundamental. En ello radica que sus dones como primera figura residan menos en su consistencia formal -difusa, informe- que en su manera de organizar un laboratorio experimental de salidas, escapes y estrategias imaginarias de elevación. Sebastián Dun no envejece, no avanza, no madura ni aprende: más bien se limita a enfilar, una tras otra, estrategias de supervivencia, sucedáneos que le garanticen el tiempo suficiente para imaginar o esperar una redención. Podemos afirmar sin recaudos que el gran tema de la trilogía colauttiana no es de ninguna manera la violencia de género, la sinrazón social o la maquinación política, sino lisa y llanamente la salvación.

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La conspiración de los porteros (el texto homónimo, no el volumen) es una torsión grotesca de este tema. Sebastián Dun se traslada a la Capital, y entre otras peripecias, participa de la degradación de dos de las tres virtudes teologales. Primero, la caridad, en manos de la sociedad de beneficencia tramada como estafa por la Tía Julita; más tarde, la fe, ya en el sprint final, cuando su regreso a Puerto Dun se ve involucrado en un proceso de fraudulenta santificación: convertido en salvador, en "Aparecido", es puesto a corporizar a un Santón Milagroso aduciendo cierta semejanza con su omnipresente abuelo para ofrecer un "show místico" del que su Tío Santiago y Felipa sacarán rédito económico. La tercera de esas virtudes, es decir, la esperanza, encuentra en Sebastián Dun a su último bastión pero también, paulatinamente, a su abatido desertor.

De este modo, mientras al inicio del relato su condición de joven le auguraba a Sebastián un futuro celestial, promisorio e ilimitado, después de hospedarse como un párasito en las casas de sus tíos y de escarcear con sus avejentadas primas, el panorama se trueca en desolador y las expectativas enmudecen. La familia Dun, vástagos de una oligarquía que se va a pique, es el agente que corroe, debilita, esteriliza y tritura, con su consentimiento, la vida de Sebastián. Si al inicio del relato Amanda le había anunciado:

Yo he sido joven como usted, dijo la vieja. Se ve el mundo cuando se es joven de otra manera. Uno ve el cielo y lo mira con alegría, con esperanza. [48],

sobre el final de La conspiración... Sebastián Dun escucha lo que dice Felipa, predica y se detiene a reflexionar:

Recuerden, debemos ser amados. (...) Me quedé pensando si era cierto lo que acababa de decir. Pero miré el cielo esperando una voz y el cielo estaba mudo. [102]

No obstante, la espera de Sebastián Dun no es privativa de La conspiración... sino la matriz común de su mundano mientras tanto. El cielo ya había aparecido bajo los fastos de la tierra prometida, durante la estadía de Dun en el neuropsiquiátrico al que lo había destinado no su locura sino una maniobra de su suegra. Citamos in extenso el pasaje de Sebastián Dun que sirve de precedente:

Yo me repetía bajo las almohadas. Esto es un descalabro; aterrado, porque temía no dominar nunca más la realidad exuberante. Para poder dormir vos necesitás una imagen dulce, Sebastián, con una imagen dulce te dormís en seguida. San Pedro esperándome en las puertas del cielo, franco, paterno, más allá una mujer bellísima, ambos tendiendo una mano hacia mí y yo con una remera de hilo, me aproximo a ellos sonriente, deportivo. La mujer bellísima me conduce a Diana que me espera vestida con una toga blanca. Diana me explica: - Entrás acá porque has sido amado. Yo te he amado. - Y yo pensaba: Qué pensamiento tan absurdo, ¿cómo una corista me va a llevar al cielo? [30, subrayado nuestro]

La pregunta final, formulada en 1971, atendida en 1976 y puesta a prueba, como veremos, recién en 1988, durante Imagineta, revela el quid aclaratorio de aquello que Colautti concibió -ahora es perfectamente conjeturable- como el centro neurálgico de su obra: la confección de una vida lumpen. Sebastián Dun, así visto, se convierte en la alegoría parlante de aquel grupo social alguna vez definido como en estado de riesgo permanente, excluido de los medios de producción y, por lo tanto, dos veces perseguido: una por el miedo a caer en el proletariado ante cualquier distracción y, otra, por el llamado de ese no se qué trascendente que turba la vida humana. La corista y el cielo son las dos figuras que tensan su condición de lumpen y plantean el dilema central. Digno heredero de las preocupaciones de su generación, Colautti transformó a Sebastián Dun en el hombre de Esmeralda y Corrientes que no puede estar solo y que ya no puede esperar.

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Sin embargo, el imaginario persecutorio de Sebastián Dun complica y hace bizquear eso que rápidamente se resolvería como "una fuga hacia delante" en su extenso recorrido familiar. Es que la comodidad del presente, según Sebastián, sólo es posible si las miradas le dirigen signos de atención y de seguridad (la madre, el padre). Lo contrario son aquellas miradas o silencios que lo juzgan y lo llenan de culpa e incertidumbre: "No aguanto más los ojos de Amanda, no hace más que mirarme, de espiarme" [47]; "El silencio me aniquila, no lo tolero, máxime teniendo enfrente una persona que me mira como miraba Eugenia" [21].

De cualquier manera, y como ya señalamos, a Colautti no parecen interesarle las manías individuales ni la cohesiva proyección psicológica: ese delirio persecutorio que conmina a la acción no es exclusivo de Sebastián sino que se extiende a toda la familia Dun. Sus tíos Antonio y Santiago, beneficiarios de la amenazada riqueza familiar, sospechan que Sebastián ha sido enviado por su padre para espiarlos y controlarlos. En todo caso, la riqueza familiar se hereda junto con el miedo y con una doble moral que tiende a la locura. Si Sebastián Dun parece correr en círculos es, precisamente, porque escapar de la locura, el tedio, el trabajo, y sobrevivir -brevemente: salvarse- le impone una salida privilegiada, la creación imaginaria, en cuyo límite se encuentra nuevamente la locura. Tanto en Sebastián Dun como en La conspiración de los porteros nadie parece más vigilante que él en cuanto a la percepción de ese cambio, de ese momento específico en que alguien alcanza la locura (lo cual se traduce en varios matices temporales: está loco, está enloqueciendo, enloqueció).

La via regia hacia el porvenir que abre la creación artística, entonces, merece alguna exploración.

Me di cuenta de que no podía vivir sin las grabadas, deseaba expresarme, volcar en alguien, en algo, todas las imágenes que continuamente creaba mi cerebro y que me bullían; imágenes que imperativamente debía transmitir a la posteridad... [33].

Imperativamente: ¿de dónde viene esa urgencia sino de la demanda interna de obra, que se proyecta en las necesidades de un público imaginario? Lo hemos planteado ya: el vértigo relacional lo insta a socializar la salvación.

Tenía el proyecto de proseguir las grabadas hasta llegar a hacer una enciclopedia de la fantasía (...) Se vendería con el título Enciclopedia de la imagen. Y una faja publicitaria: Salga usted de lo cotidiano. [34]

No obstante, se trata de que el propio creador se evada de lo cotidiano, de la materialidad, para que el proyecto de obra se ponga en funcionamiento. Según ese punto de partida, también es la dialéctica de la producción artística la que se pone a funcionar, dado que a la voluntad de obra que imagina una dimensión vagamente espiritual para su desarrollo se le impone la interrogación de la propia materialidad en la que debe sumergirse para tramar sus imágenes. Decimos "sumergirse" y esa metáfora de orden físico parece imprecisa para señalar un desplazamiento mental, una torsión del intelecto, que se descubre allí, en el mismo lugar al que había ido a buscar sus imágenes, y que avanza en la percepción de que la materia en la que vive es un todo y que sólo simultáneamente representada y negada en su inmediatez puede caber dentro de una literatura. En la Enciclopedia de la imagen. No existe algo tal como la "evasión a través de la imaginación" que pueda separarse de un sentido de experiencia al mismo tiempo laborioso: "Vos no sos un parásito", se dice Sebastián Dun, "sos simplemente un creador que anda por el mundo buscando experiencias y todos tus fracasos los has buscado inteligente y premeditadamente para volcarlos en el grabador" [22]. La serie de fracasos, empezando por el del mismo Colautti, se pone en abismo, se multiplica, y reclama exégetas y narradores sucesivos.

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¿En qué lugar podía terminar una dialéctica entre paranoia y seducción sino en el teatro? ¿Qué otro espacio dispone el reparto de miradas de manera tan espectacular? Estamos en el punto de llegada y quizás, nuevamente, en el punto de partida: Imagineta, la última nouvelle de Ricardo Colautti, puede leerse como la dramatización de esos ejercicios redentistas de Sebastián Dun -y, en esa dramatización, un éxito relativo-, o bien como el punto áureo de la locura, su máxima capitalización imaginativa, lo cual trazaría el círculo definitivo que nos lleva al primer párrafo de Sebatián Dun. El personaje no deja de correr a través de todos los escenarios de su vida: aparecen, condensados y desplazados como en un sueño, la mayoría los personajes de las dos nouvelles anteriores. Sebastián Dun sigue interrogando su sanidad mental, digamos, "hace teatro" con su locura. Pero el momento previo a pasar al acto supone una paranoia de otro orden: Sebastián, desde el palco que le asignaron, advierte que "todos la miraban" a Diana, "la reina de la noche porteña", y esos celos lo llevan a pelearse con Leopardo, el sórdido empresario que la contrata, y a arrojarse al escenario como un protagonista más. "Es terrible que hayamos caído en esto" [112], dice, entonces, Sebastián; "terrible", efectivamente, porque "ahora con los pies en la tierra" parece imposible levantar vuelo y despegar(se) de la miseria, el trabajo y la locura. Excepto que, recurriendo a la imaginación, esa terrible situación pueda dramatizarse -pero ya no a través de las grabadas sino montando la escenografía de un teatro de la existencia. "No deberíamos parar nunca" [134], dice Sebastián: ¿de qué? De correr, de buscar una salida. Pero "deberíamos" se dice todavía en el plano del ideal y lo que efectivamente sucede es que la acechanza tan mentada en el imaginario de la familia Dun regresa de una u otra manera: "este lugar parece una escenografía, ¿no será obra del Leopardo?" [134] He aquí el drama, arltiano, de Sebastián como creador de imágenes redentoras: no tener una obra propia.

"¿Y el cielo? ¿Cómo es el cielo a tu lado"? [141] le pregunta Sebastián a Diana y resuena el eco de aquella otra pregunta que citamos: "¿Cómo una corista me va a llevar al cielo?" Pero esa mínima comunidad de lúmpenes que buscan alcanzar el cielo, alucinada por Sebastián, está lejos de producirse, y lo más parecido que Diana puede ofrecer es pedirle al acomodador del teatro en el que actúa que lo ubique en el paraíso o acompañarlo, con apatía, a ver el cielo al Planetario -donde, por parte, lo "invita" a ver las estrellas cuando sabe que son sus ojos, según Sebastián, los que prometen el cielo. Igual que en una ficción amorosa renacentista, se trata aquí de los ojos como ventanas al alma; Sebastián imagina el camino a la salvación como una mágica amalgama entre los ojos de Diana y el poder de sus zapatos: ambos lo pueden trasladar "a todos lados". Sin embargo, basta que los ojos vigilantes de un tercero, pongamos, el Leopardo, entren en escena, para que el plan vuelva a fracasar. Cuando Sebastián cree levantar vuelo, Diana insiste: "Ahora con los pies en la tierra" [112] porque su plan de seducción no concibe más eternidad que alguna repercusión de los aplausos en el teatro -para lo cual, inevitablemente, necesita de ese tercero en discordia a modo de respaldo financiero. Sebastián desanda el camino mientras descubre que los ojos de Diana, en lugar de trasladarlo adonde él quiere, lo llevan "a cualquier parte", lo pierden y lo dejan fuera de toda escena. La historia de ese desacuerdo puede resumirse como sigue: "Vos pusiste la pava a calentar" dice Sebastián, a lo cual Diana responde "Sí, pero eras vos el que quería mate" [115]. Dun, como se ve, no puede más que formular preguntas retóricas, interpelaciones circulares a las que ni siquiera Diana, la corista, puede contestar de manera suficiente.

Así es que con el afán de poner al descubierto los perfiles de un temperamento lumpen, igualmente dócil y rebelde, capaz de vivir tanto en el fraude como a la espera de la auténtica gloria, Colautti mapea un territorio que será visitado cada vez con mayor urgencia en la literatura argentina. Y lo que registra, en la labor de pergeñar un sujeto que se cree dueño de una gracia, es la colisión de sus ambiciones contra los entresijos de la mundanidad. Finalmente Sebastián Dun constituye un arquetipo: esa criatura que luego de caer por enésima vez, no tiene más remedio que asistir al espectáculo del mundo desde su butaca de teatro de revista, solo, excluido y olvidado.

(1)Algo que también debería señalarse es que lo celebrable de esta publicación convive, desgraciadamente, con un paupérrimo tratamiento desde el punto de vista de la edición de texto: abundancia de tildes incorrectas, erráticos signos de puntuación y, sobre todo, 141 páginas de texto sin justificar.

(2)Roland Barthes: Sade, Fourier, Loyola, Madrid, Cátedra, 1997.

(3)Ricardo Colautti: La conspiración de los porteros, Buenos Aires, Mansalva, 2007, p.52.


Miguel Rosetti, Nicolás Vilela



Tomado de http://www.plantarevista.com.ar/spip.php?article22

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