Autocronograma

AUTOCRONOGRAMA

2008: 23 años deseando esta carrera.

2010: Bitácora de quien estudia en Puán porque la vida es justa y (si te dejás) siempre te lleva para donde querés ir.

2011: Te amo te amo te amo, dame más: Seminarios y materias al por mayor.

2012: Crónicas de la deslumbrada:Letras es todo lo que imaginé y más.

2013: Estampas del mejor viaje porque "la carrera" ya tiene caras y cuerpos amorosos.

2014: Emprolijar los cabos sueltos de esta madeja.

2015: Pata en alto para leer y escribir todo lo acumulado.

2016: El año del Alemán obligatorio.

2017: Dicen que me tengo que recibir.

2018: El año del flamenco: parada en la pata de la última materia y bailando hacia Madrid.

2019: Licenciada licenciate y dejá de cursar mil seminarios. (No funcionó el automandato)

2020: Ya tú sabes qué ha sucedido... No voy a decir "sin palabras" sino "sin Puán".

2021: Semipresencialidad y virtualidad caliente: El regreso: Onceava temporada.

2022: O que será que será Que andam sussurrando em versos e trovas 2023: Verano de escritura de 3 monografías y una obra teatral para cerrar racimo de seminarios. Primer año de ya 15 de carrera en que no sé qué me depara el futuro marzo ni me prometo nada.

17 de julio de 2014

Una historia de la abyección

17/12/2009 09:35:00


Primer esbozo para una historia de la abyección en la narrativa latinoamericana


Por Gonzalo Aguilar


Transculturación narrativa en América Latina, libro que el crítico uruguayo Ángel Rama publicó en 1982, estableció una división de la literatura latinoamericana que ha macado buena parte de los estudios literarios de la década del ochenta y aún del noventa. En un libro en el que la figura central es José María Arguedas y su novela Los ríos profundos (1958), Rama considera que hay dos tendencias en la literatura continental –la transculturadora y la cosmopolita– que dominan el panorama narrativo de buena parte del siglo XX. La tendencia transculturadora, según Rama, está interesada en articular la mezcla cultural y plasmar en la literatura un espacio para las culturas otras, aquellas que están en los márgenes o en los bordes de la ciudad letrada. Guimarães Rosa, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo y obviamente Arguedas serían los representantes de esta tendencia. La cosmopolita, en cambio, es definida como la integración de la literatura periférica en el corpus de la literatura mundial con un estilo a menudo modernista. Oswald de Andrade, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Carlos Fuentes, entre otros, son representantes de esta tendencia. En esta división, Rama introduce una valoración jerárquica ya que, según su perspectiva, la narrativa de la transculturación supera a la cosmopolita por ser más receptiva a lo popular y más crítica con el poder.
Más allá de compartir o no estas jerarquías, me resulta sintomático que cuando Rama se pregunta sobre la “función ideológica central” de Los ríos profundos, responde que ésta descansa en la música y en la concepción de lo sonoro que atraviesa todo el texto. Concluye que la música y en particular la canción “reponen un imprevisto platonismo” y “restablecen la unidad dentro de la diversidad. Es el modelo de lo natural –agrega– de lo bello natural que revive en Arguedas” (p.256). Considero que en realidad este platonismo no es repuesto por la novela sino por el propio crítico quien duplica en este razonamiento al propio protagonista (el adolescente Ernesto) cuando se enoja con sus amigos Antero y Gerardo porque “van directo a la carne”. “Yo estaba cegado por la ira” dice el narrador Ernesto quien insulta y se pelea con ellos. Los ríos profundos, sin embargo, está más bien lejos de la ideología de su protagonista como parece admitirlo el mismo Rama cuando reconoce que “la acción transcurre en la pobreza, en la basura, en los harapos, en cocinas de indios, baldíos, destartalados refectorios” (267). Es más, ni siquiera hay una cultura griega presente y el rechazo de la carne encuentra en la novela un eco mayor en el catolicismo, al que no era muy devoto Arguedas. Sobre todo en el último capítulo, en el que la peste asola a la ciudad, y los indios se rebelan para que los sacerdotes les oficien una misa. El mismo temor ante la corporalidad despiadada de la peste parece reaparecer en este curioso platonismo que repone Rama.
Sin dejar de lado la importante configuración de lo sonoro en el texto, todo el episodio de la peste no sólo alerta contra todo intento de querer restituir “la unidad dentro de la diversidad” sino que depliega una zona de lo visual (la del narrador testigo que asiste a los estragos) que condice con los materiales abyectos del relato y que hace imposible la lectura platonizante (esto es, idealizadora). Sobre todo en el pasaje, ya subrayado por Vargas Llosa, en el que el protagonista observa, en el interior de una casa, a una chica de doce años que le hurga la nalga a otra niña de menor edad para extraerle piojos:

Ella se hizo a un lado para arrojar al fuego el cúmulo de nidos. Vi entonces el ano de la niña, y su sexo pequeñito, cubierto de bolsas blancas, de granos enormes de piques; las bolsas blancas colgaban como en el trasero de los chanchos, de los más asquerosos y abandonados de ese valle meloso (182).

La escena –que nos trae a un Arguedas batailliano– me interesa porque permite cuestionar el impulso idealista, conciliador y sincrético –como ha señalado Antonio Cornejo-Polar– que arrastra todo el planteo de Rama en una dirección en la que la diferencia entre transculturador y cosmopolita carece de sentido. En todo caso, en la clasificación de la literatura en dos tendencias se puede registrar un impulso idealizante frente a narrativas en las que predomina una preocupación por la corporalidad, lo abyecto y el materialismo bajo. Un planteo más radical de la unidad imposible se observa, al final de la novela, en la huida final de Ernesto hacia “la Gran Selva, el país de los muertos”, es decir, la frontera de la civilidad y la cultura, lo silvestre inenarrable, lo diverso puro. Si la peste es el Afuera (el poder imprevisible) que ataca a los cuerpos desde adentro, desde su desgaste biológico, el desplazamiento final hacia la Gran Selva es la traducción espacial de esa experiencia de desasosiego y descomposición que ningún platonismo puede reparar.
Habría entonces, en la literatura latinoamericana, zonas de narraciones o un grupo de narradores de lo abyecto, de lo que no admite relato estabilizador ni apaciguamiento, de lo que excede a cualquier torsión artística o idealizante, en el que puede incluirse a Arguedas.
Lo abyecto hace colapsar el sentido y provoca pánico en el sujeto. Lo abyecto no radica en el objeto mismo sino en la forma que éste, de naturaleza informe, se expresa desde el momento en el que alguien intenta conjurarlo o liberarse de él. Algo que está investido con las características de lo abyecto es marginal pero a la vez central en una cultura: es el límite, lo insoportable, lo innominable, el lugar en el que todo parece perder sentido y que cuando más queremos alejar, más se interioriza. Un más allá (que es un más acá profundamente íntimo) en que las mismas clasificaciones tambalean y se revelan insuficientes. La escena de Los ríos profundos de Arguedas pone en narración lo abyecto como lo hacen otras novelas canónicas latinoamericanas. Por su condición de canónicas es posible seguir, en las lecturas críticas, una tensión entre las lecturas normalizadoras (idealistas, católicas, culturalistas) y eso otro que, sorprendentemente, se narra. Puede ser el sexo de la niña “cubierto de bolsas blancas, de granos enormes de piques” de Los ríos profundos o la “flor carnal que era una araña gorda” de Paradiso (1966) de José Lezama Lima. En Grande Sertão: Veredas de João Guimarães Rosa, otra novela canónica de la transculturación narrativa, la revelación del sexo de Diadorim concluye el relato de Riobaldo. Aunque un poco más pudoroso que Arguedas y Lezama, el ver y el lavar ese cuerpo (y enterrarlo) quiere constituir un cierre pero, a la vez, exige una relectura del texto que lo resignifica totalmente (algo que, en su momento, molestó a João Bandeira quien lo consideraba una obra maestro salvo por ese detalle: “Mas eu tive a minha decepção quando se descobriu que Diadorim era mulher. Honni soit qui mal y pense, eu preferia Diadorim homem até o fim”). Pero no es siempre el sexo femenino (sexo en el sentido de vulva) el que produce este estremecimiento: en Paradiso de José Lezama Lima, los descomunales falos de Farraluque y de Leregas recorren todo el polémico capítulo VIII que produjo un verdadero revuelo en el momento de su publicación, al punto de exigir la intervención del Estado cubano. En la edición de Archives realizada por el poeta Cintio Vitier los comentadores se ocupan de explicarnos de que no hay en la novela “ni un canto a la pronografía ni una exaltación de la homosexualidad”. Paso seguido, Reynaldo González dice que “Paradiso siempre conlleva una moraleja que parte de la religiosidad de Lezama” (de más esta decir que ‘moraleja’ y ‘abyecto’ son términos antagónicos). “Se trata de comprender a quien usa el Diablo –agrega González– en servicio de Dios”. ¡Cómo si el Diablo fuese tan tonto que se dejara usar por cualquier escritor por más grande que éste sea! En el comentario del “Capítulo VIII” que se hace en la misma edición de Archives, José Prats Sariol le adosa al capítulo un epígrafe nada menos que de San Pablo en el que se habla de lo abyecto: “Yo bien sé, y estoy seguro, según la doctrina de Nuestro Señor Jesús, que ninguna cosa es en sí impura, sino que se hace impura sólo para aquel que por tal la tiene”. La definición no dista mucho de la que dimos más arriba, salvo en un detalle (y el detalle en las poéticas de lo abyecto es todo): que el sujeto que la dice está convencido de que puede asentarse afuera de lo impuro. Claro, no por nada era un santo. Pero ni Lezama era un santo, ni lo somos los lectores y mucho menos esos críticos que sacan a Platón o a La Biblia ante cualquier conmoción de sentido como si eso pudiera reparar la conmoción producida por la exhuberancia sexual. Lezama, en cambio, traza en ese capítulo una tradición dispersa y menciona “la vara de Aarón” (la vara que opera el milagro), Courbet, el barroco (el ano masculino como una “gruta polifémica”), la copula inter femora de Petronio y Bafomet, “el diablo andrógino”. El sistema metafórico enloquece alrededor de las vergas de Leregas y Farraluque cuyo semen (“licor” y “savia sin finalidad”) chorrean “sobre el pecho del miquito deleitoso” Adolfito.
Novelas hiperleídas por la crítica desde el momento de su aparición, todavía falta una interpretación poderosa de esos episodios (el sexo de chancho en Los ríos profundos, la sexualidad equívoca de Grande Sertão: Veredas, la explosión erótico-pornográfica de Paradiso) que dé lugar a una relectura de conjunto. Es más, creo que una reflexión en esta dirección sobre estas narraciones puede dar lugar a una historia no cronológica de lo que necesariamente está disperso y de lo que se resiste a ser incorporado a la cultura, esto es, una historia de lo abyecto.




Tomado de http://cronopios.com.br/site/colunistas.asp?id=4335#texto

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