Es raro (magnífico, fascinante) el modo que tienen mis lecturas de ganarse un lugar en mi destartalado cerebro y mi poco metódico calendario apretado. Siempre leí desordenadamente, entre 1999 y 2002, el profesorado pareció ordenar un poco mis estantes mentales (para bien y para mal), ahora, La Carrera parece respetar mucho mejor el más preciado de mis defectos: Mezclar, reunir, leer en círculos, en olas, dejándome llevar.
¿Quién podía imaginarse que la literatura de terror, siempre marginada académicamente, iba a llegarme en un seminario de literatura argentina al que llegué a regañadientes porque traía textos de Sarmiento y de Echeverría que odio?
Y aquí estamos: Ayer sábado tan fascinada por la introducción y planteos teóricos de Pablo Ansolabehere que logré esquivar la tentación de permanecer en el prado amargo de mi querido Diego Vila con todos mis amigos. Hoy, habiéndome anotado, sola y afiebrada, para exponer la próxima clase un capítulo de El monje de Mathew Lewis, leyéndolo completo, retomando, rebobinando, uniendo los cabos que fui soltando durante tanto tiempo cuando lo citaba como primer elemento de la literatura gótica, antecedente de Frankestein y de Cumbres borrascosas que tantas alegrías me ha deparado al compartir en mis aulas secundarias.
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