Dio don Jacinto en ir a oír misa en un monasterio no lejos de la casa de Aminta y donde siempre la hermosa dama acudía con su tía; y como la hermosura, las galas y el acompañamiento fuese para mirar, puso en ella don Jacinto los ojos, con tan atento afecto que no paró la hermosa vista hasta el alma. Empezó don Jacinto a sentirse mal de la herida que le había dado en el corazón la belleza de Aminta, y, considerando su nobleza, riqueza y honestidad (que de todo se informó), [y] ser imposibles sus pensamientos, pues el ser quien era Aminta y su estado dél lo dificultaba todo, le traía [tan] fuera de sí que no parecía hombre con alma, sino cuerpo o fantasma sin ella. Vínole a poner en tal cuidado su pasión, que del poco comer y mal dormir vino a perder la salud, de suerte que cayó en la cama de una profunda melancolía, con que negó a Flora la conversación y amistad, siendo su vista tan enfadosa a sus ojos que quisiera, por no verla, no tenerlos.
Sentía Flora la repentina mudanza de don Jacinto con notables apariencias de pena, si bien por lo que hizo no se puede juzgar fuesen verdaderas; y como llegase muchas veces a preguntarle la causa de su pena y él te la negase, por curiosidad, que no quiero sentir que fuese amor, dio en andar a la mira hasta saberlo. No le fue dificultoso, porque como Amor es ciego y no se sirve sino de ciegos, él y ellos hacen las cosas de suerte que pocas veces se encubren. Y así, un día que don Jacinto estaba rendido a sus cuidados, ya que le pareció que Flora estaba fuera (por haberlo dicho ella así, y como él ya no la amaba, no examinaba sus cosas como solía; antes él mismo le pedía que saliese a pasearse y ver la ciudad, deseando la soledad para darse todo a su Aminta) y creyendo estar solo, tomando un laúd cantó así:
Del fugitivo Eneas llora Dido
el desprecio cruel de su partida;
de rabia ciega, en cólera encendida,
maltrata él rostro por vengar su olvido.
Llama a su amante, sin razón querido,
la mano al pomo de una espada asida,
con que, cortando en flor su triste vida,
ganó el laurel a su lealtad debido.
Elisa bella, aunque tu triste suerte
te forzó a darte muerte rigurosa,
yo trocara mi vida por tu muerte.
Porque si no te amara, es cierta cosa
que imposible le fuera aborrecerte;
y, pues te amó, ¿qué suerte más dichosa?
Empresa fue famosa,
con que a la fama tienes envidiosa;
y, pues fuiste querida, no lamentes
el ser aborrecida.
Con tan dulce memoria
no hay pena que no sea mayor gloria.
Mas ¡ay de una firmeza,
pagada con desdén y con tibieza!
Aquesta sí que es pena,
que la tuya lo fue de gloria llena.
Mas ¡triste del que muere, Aminta ingrata,
sin que en mal tan grave
jamás espere gloria ni se acabe!
María de Zayas y Sotomayor. La burlada Aminta
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