En este libro María Luque narra el encuentro de Cándido López, el artista que documentó la Guerra del Paraguay, y una dibujante, alter ego de la autora.
Por Alejandro Caravario
Durante la Guerra de la Triple Alianza, masacre infligida al pueblo paraguayo de la que jamás se recuperó, el soldado y pintor argentino Cándido López perdió su mano hábil, la que usaba para registrar cada pormenor de la campaña comandada por el general Bartolomé Mitre. La amputación, medida extrema para salvar la vida de López tras la batalla de Curupaytí, en la que resultó herido de gravedad, estuvo a cargo de Teodosio Luque, por entonces estudiante de medicina.
Este dato de la guerra es el origen remoto de La mano del pintor, la hermosa novela gráfica en la que María Luque –tataranieta de Teodosio– homenajea a un artista soslayado por la academia de la manera más contundente y amorosa: recreando su obra.
El fantasma de Cándido se presenta ante la dibujante María, alter ego de la autora, para pedirle, ya que “los muertos no podemos pintar”, que termine su obra inconclusa sobre la Guerra del Paraguay.
Tal es el punto de partida de una aventura privada –el pintor y su pupila–, que de algún modo reproduce el itinerario biográfico del propio López, quien durante la contienda realizó bocetos que solo transformó en pinturas a su regreso. Para lo cual, además de evocar las acciones con el máximo rigor, tuvo que entrenar su mano inhábil. De modo similar, en las viñetas de Luque, el pintor manco (mejor dicho, su espíritu) acude a una delegada –en este caso la mano es ajena– para cumplir el cometido documental que Cándido, el Cándido histórico, se había planteado.
La reconstrucción de la guerra a escala personal –la memoria de la muerte– escande el relato. María, mientras se prepara para ser Cándido, lo interroga sobre el pasado. Pero no hay en esta exploración ningún sesgo político, sino la impresión del ojo testigo, las sensaciones que luego se volcarán en la tela.
“Muchas de las viñetas del libro están basadas en pequeños detalles de las pinturas de Cándido. Tuve la ventaja de no tener que imaginar casi nada. Él nos muestra el paisaje, el vestuario de los soldados, los preparativos para la batalla y los enfrentamientos con mucho detalle. Sí tuve que adaptarlo a mi manera de dibujar y al espacio a veces reducido de las viñetas”. Luque nos explica su procedimiento. Sus herramientas –lápices de colores, marcadores, acuarelas, acrílico– y las dimensiones cambiantes de las viñetas hacen del libro una mezcla de cómic y pintura. Dos lenguajes que Luque engloba en el dibujo. Ella se considera dibujante, oficio que, dice, puede acoger otras disciplinas plásticas.
La obra de Cándido es incomparable. Tildada de naif (con la actitud despectiva que esconde una descripción en apariencia solo técnica), a la cátedra le gusta decir que está inspirada en la cartografía militar europea. Vale la pena darse una vuelta por el Museo Nacional de Bellas Artes para comprobarlo o refutarlo in situ. Allí están colgados algunos de estos relevamientos obsesivos de la guerra a los que se abocó el pintor que murió en 1902.
Luego de mucho trajinar, logró venderle sus trabajos al estado nacional. Padre de 12 hijos, las penurias económicas de López superan con su verismo cruel cualquier mitología acerca de la bohemia del artista. Para Cándido su pintura era, en primer lugar, un acto de servicio. Un gesto patriótico, y ese era el reconocimiento que exigía.
La perspectiva panorámica recuerda la visión de un chico que dispone sobre el suelo del patio su batería de soldaditos de plomo. Ese mirador, que podría darles la razón a los que subrayan cierta ingenuidad, contrasta con el celo mimético, testimonial, de un cronista que no ahorra sangre ni opta por detalles metafóricos que atenúen la cantidad de soldados en acción, la cantidad de vidas en juego. Ni el tenor sobrecogedor de una batalla real, con sus muertos desperdigados, su carnicería anónima.
“Creo que Cándido no pensaba mucho en etiquetas ni trató de adaptarse a las modas y los mandatos de su época. Me parece que su obra es muy difícil de catalogar. Tampoco vamos a encontrar artistas que hayan continuado con su tradición. Es una especie de punto solitario y hermoso en la historia del arte”, lo elogia María Luque.
Debido a la necesidad de una impresión y un papel que les hiciera justicia al dibujo y el color (se trata de un libro-objeto, bello objeto), La mano del pintor es unos de esos emprendimientos descabellados para las finanzas de las editoriales. Así como Cándido y María se asociaron para continuar una obra inconclusa en una suerte de producción colectiva y sucesiva, el volumen publicado por Sigilo contó con un financiamiento grupal. Gracias a la contribución de los lectores, el libro pudo ver la luz. “Era genial ver el entusiasmo de la gente y saber que antes de que el libro estuviera impreso ya había cerca de 400 colaboradores que lo habían comprado”, recuerda María. Se supone que la novela gráfica no tiene un público masivo ni mucho menos. Otro riesgo asumido por esta obra que la confirma como excepcional.
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