Un día se me ocurrió gastarle una broma a Sá-Carneiro: inventar un poeta bucólico, de especie complicada, y presentárselo, ya no recuerdo cómo, bajo cualquier tipo de realidad. Anduve unos días elaborando al poeta, pero sin conseguirlo. Un día en que finalmente había decidido desistir –fue el 8 de marzo de 1914– me acerqué a una cómoda alta y, tomando un papel comencé a escribir, de pie, como escribo siempre que puedo. Y escribí treinta y tantos poemas seguidos, en una especie de éxtasis cuya naturaleza no lograré definir. Fue el día triunfal de mi vida, y no volveré a tener otro igual. Abrí con un título, El guardador de rebaños. Y lo que sobrevino fue la aparición en mí de alguien a quien puse de inmediato el nombre de Alberto Caeiro. Disculpe lo absurdo de mi frase: había aparecido en mí mi maestro. Ésa fue la sensación inmediata que tuve.
(...)
Por algún motivo sentimental que no me propongo analizar, ni importa que analice, he construido dentro de mí varios personajes distintos entre sí y de mí, personajes éstos a los que he atribuido poemas varios que no son como yo, con mis sentimientos e ideas, los escribiría. […] Así tienen estos poemas de Caeiro, los de Ricardo Reis y Álvaro de Campos que ser considerados. No hay que buscar en ninguno de ellos ideas o sentimientos míos, pues muchos de ellos expresan ideas que no acepto, sentimientos que nunca he tenido. Hay simplemente que leerlos como son, que es además como se deben leer.
Un ejemplo: escribí con sobresalto y repugnancia el poema octavo de El guardador de rebaños, con su blasfemia infantil y su antiespiritualismo absoluto. En mi persona propia, y aparentemente real, con la que vivo social y objetivamente, no uso de la blasfemia ni soy antiespiritualista. Alberto Caeiro, sin embargo, como lo he concebido, es así: así tiene, pues, que escribir, quiera yo o no, piense yo como él o no.
Fernando Pessoa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario