Sobre lo establecido y lo posible
Desde la semana pasada comenzaron a circular en redes dos textos que refieren consideraciones y cuestionamientos que he realizado en algunos trabajos de crítica literaria referidos a la literatura de Salta, especialmente el titulado “Al fin una hidra en el Valle de Lerma: literatura reciente y jóvenes escritorxs en Salta”. Uno se titula “Respuesta a Carlos Sosa” de Raquel Adet, el otro “Las alarmas del doctor Hernán Sosa” de Alejandro Luna.
Toda persona puede sentirse genuinamente afectada por opiniones ajenas, como entiendo ha ocurrido en el caso de Raquel Adet, quien ha sentido injuriada la memoria de su padre, el poeta Walter Adet, o en el caso de Alejandro Luna, quien comparte el punto anterior y, además, desea contrastar su propia apreciación sobre algunos otros temas. Ahora bien, ello no implica que para eso se me haga decir cosas que no dije y que, por la polivalencia inherente del lenguaje, me voy a ver necesitado a explicar mejor.
Aclaro que no voy a entrar en detalle con todo lo demandado, me voy a detener en algunos puntos sobre los que me parece importante volver; se me tildará de arbitrario, contestaré que es lo mismo que han ofrecido estas lecturas.
También voy a intentar pasar por el alto el tono de nutridos ataques a mi persona, en términos éticos y profesionales, que sobreabunda en ambos textos, siendo probablemente la expresión más contundente un pasaje de Raquel Adet, el que evalúa la lectura del artículo de referencia como “discursos que inducen a pensar que estamos tratando con un ignorante, un imbécil, o una muy lograda síntesis de ambas cosas”. No me victimizo, tengo plena conciencia de que hacer rodar la palabra es un acto de trascendencia que trae consecuencias y, por ir a lo verdaderamente importante, me voy a adentrar en la impugnación que se hace sobre algunas ideas.
Del artículo cuestionado, donde propongo un panorama sobre algunas tendencias en la literatura reciente de Salta, ambos autores se detienen en un pasaje en el que recupero algunas líneas de las tradiciones literarias previas para intentar entender contra qué estatutos de la cultura local reaccionan estas nuevas propuestas. Lo cito tal como aparece en la nota de Adet: “el mundo eminentemente vitalista de la poesía de Castilla, pleno de borrachines, carnavalero y popular, titiritero y musiquero, sancionó una serie de mandamientos para entender la producción literaria en Salta, reiterando apreciaciones formularias de la vida bohemia de los años 60´ que habrían de proyectarse en alcohólicos recurrentes -como Walter Adet, Jacobo Regen o Jesús Ramón Vera-, poetas contemporáneos o de las generaciones posteriores quienes entregaron el propio cuerpo a ese decálogo de obligaciones imaginarias para poder ser poeta en Salta”.
El alcoholismo es una enfermedad, la refiero así porque me parece el término más adecuado ante otros eufemismos hipócritas. Las enfermedades no son una evaluación moral, profesional o de ninguna otra índole sobre las personas. En todo caso querer ver allí un acto de menosprecio personal o minusvalía de la obra de Adet es endilgarme a mí prejuicios de los que no me hago cargo, el alcoholismo es algo vergonzoso y ocultable para quien ve una mella de su presencia en el sujeto. Más aún, adscribirme un juicio en ese sentido es atribuirme un acto de malicia. Y ¿saben qué? No soy un malicioso.
Molesta también lo de recurrente. Tres voces potentes, cercanas en el tiempo atravesaron la misma situación, lo que me invita a pensar que aquí no hay coincidencia y por eso hipotetizo que intervino una construcción imaginaria, “figura de autor” la llama María Teresa Gramuglio de quien tomo la referencia, citada en el texto. Esta figuración imaginaria sobre cómo ser poeta en Salta y su asociación a la bebida operó y opera hasta la actualidad. Y fue importante, trazó un carril en paralelo a opciones diferentes como las de las poetas, que apostaron por la construcción de otras “figuras de autora”. La relación entre literatura y alcohol es una práctica ancestral, al menos en Occidente, lo que señalo en este caso es que tres poetas fueron víctimas del modo en que se trabaron esas convenciones en la historia literaria de Salta, por eso digo que “entregaron el cuerpo”. Ni los estoy agraviando, ni digo que fueron poetas únicamente por eso, cómo me señala Raquel Adet. No se es mejor ni peor poeta por ser alcohólico. ¿Que el alcoholismo tendrá causales concurrentes que exceden la relación con la cultura de un medio específico? Lo sé, pero eso tiene su vinculación con aspectos de la vida privada de los autores que aquí no considero, porque la referencia atiene, insisto, a una construcción imaginaria que es lo que me interesaba mencionar. Entonces, si la metáfora “entregaron el cuerpo” no ha sido lo suficientemente clara en sus significaciones, espero que las explicaciones que dejó aquí sentadas lo sean.
La cercanía entre el yo poético, el sujeto y el cuerpo que escriben en la poesía es de una permeabilidad absoluta, pero tan real como inasible. ¿Acaso el protagonista de El que tiene sed de Abelardo Castillo no es un reflejo, borroso y empañado, distinto y cercano al propio Castillo? Cuando Viel Temperley escribe Hospital Británico se está muriendo de cáncer, ¿allí el yo no tiene vínculos con el propio poeta? Trasladado a los autores que vengo comentando, el decir lacerado que conmueve a cada rato en la poesía de Vera, en su horizonte de fiesta triste, ¿no tiene vinculación con su propio derrotero vital? Esas imágenes son y no son el autor, y la categoría “figura de autor” sirve para poder pensar este problema.
Es bueno aclarar que el discurso crítico construye categorías para hablar del mundo, lo hace para, en el caso de la crítica literaria, tomar distancia de sujetos, textos y fenómenos, para así poder dejar de hablar del vecino o del amigo, con el que me juntaba a tomar café en la plaza 9 de julio...., entre otras posibles miopías, por ejemplo, cuando estudiamos la literatura de Salta.
Sobre la caracterización discrecional sobre Castilla que Raquel Adet me atribuye, cuando sutilmente me manda a leer sus libros, voy a decir que mandar a un profesor que enseña literatura argentina en Salta a leer a Castilla es algo humillante. A su mala voluntad, le recomiendo leer los trabajos que he publicado sobre Castilla donde, con total inmodestia lo digo, le resultará sorprendente encontrar una común admiración sobre la potencia de su escritura.
Parece una injuria la alusión seca sobre la mirada heteronormada que señalo de Castilla, que solo menciono una vez para indicar que por ello es restrictiva. Tener una mirada heteronormada en cualquier contexto no es detalle menor, es un horizonte con sus limitaciones y posibilidades. Pareciera que los poetas no tuviesen una perspectiva de género, no tuvieran etnia, no participaran de las condiciones constitutivas del resto de los sujetos. Esto ocurre por la mediación de procesos culturales que erigen estatuas refulgentes e inamovibles; véase, sin embargo, poema por poema, cómo todo esto opera, de manera tangencial, en Castilla y en cualquier otro escritor.
De manera sorprendente, de un artículo en el que se analizan nuevas propuestas literarias en Salta, lo único que parece interesar son los pasajes que revelarían un ataque al brillo de los escritores consagrados. Ninguna consideración profunda se hace sobre las voces nuevas que han dejado de preocuparse por los mandatos de las tradiciones literarias locales y regionales. Estos escritores han pasado de la burla y la parodia al desinterés por las tradiciones locales previas, no por ignorancia sino por deliberada asunción de nuevas poéticas, que están verdaderamente apostando en la poesía y la narrativa por otras formas discursivas y problemáticas actuales, haciéndose cargo de un horizonte para el decir literario sintonizado con nuestros días.
Pervive, a pesar de todo, una única referencia dirigida a estos autores jóvenes: “En lo que respecta a los nuevos poetas que les tiran piedras a los viejos, les diré que no pretendo negarles su derecho al parricidio, pero tengo para ellos un consejo: que afinen la pluma para tratar de llegarles a los talones”. Con este consejo, que en realidad suena a advertencia, no puedo aquí menos que recordar el manifiesto de La carpa, que escribieron jóvenes poetas de otra época, instaurando la cascoteada como un componente fundacional de las discusiones sobre lo que es la cultura del noroeste. Después, como es frecuente, vinieron otros y los convirtieron en bronces homenajeables. Bienvenida la cascoteada, entonces, que es la única garantía de sostener activa la dinámica de la vida cultural, para que esto no se transforme en la tranquilidad yerta de aire acondicionado de los museos.
Sobre el texto de Alejandro Luna, un intento de parodia, entiendo, de “Las alarmas del doctor Américo Castro”, debo decir inicialmente que yo no soy Américo Castro ni él es Borges. Si el símil se funda en que un foráneo viene a hablarles a los locales de sí mismos, papel que me correspondería por no ser salteño, me bastará decir que el lugar de nacimiento no es garantía de sesudas argumentaciones. La procedencia del enunciador no es equivalente a las fortalezas de sus disquisiciones. Escribo y me siento diciendo verdades de Perogrullo. No otra respuesta le espera a cualquier planteo con arrogancias identitarias estériles.
El artículo avanza sobre una serie de supuestas irreverencias cometidas contra la figura de Adet y otros escritores, punto sobre el que no vuelvo porque lo creo ya respondido. Además, ofrece opiniones personales sobre lo que el autor entiende por literatura, por poesía, por escritura de crítica literaria y, también, acerca una lectura sobre la historia de la literatura de Salta; apreciaciones todas que claramente exceden el debate sobre este artículo de crítica literaria y con las que, es probable, esté buscando construir su propia genealogía; es lo que hacen todos los escritores, y Alejandro Luna es uno de ellos.
Sobre todos los puntos mencionados, como es esperable, no hay acuerdo. No voy a catequizar a nadie sobre lo que pienso en relación con esos temas, cada uno debe transitar el libre albedrío sobre cada asunto. Sí quisiera referir, mínimamente, que todas las historias literarias, especialmente las de las literaturas locales como la salteña, se encuentran en pleno proceso de revisión, pues ha sido hartamente probado que, al igual que en el caso de las literaturas nacionales como la argentina desde Rojas en adelante, todas han sido parciales por la perspectiva patriarcal que las construyó, y son por lo tanto restrictivas y excluyentes. Los estudios sobre literaturas de mujeres, escrituras indígenas, literaturas populares y las producciones de las disidencias sexuales están complejizando estos panoramas. Al relato sobre la historia de la literatura de Salta, que se hilvana con los nombres que Alejandro Luna va defendiendo, le falta, con creces, mucho de todo eso. O cuando aparece lo menosprecia, por ejemplo, cuando afirma que avanzo en mis “argumentos que saltan desde la lesbianidad a la transexualidad como un hallazgo del siglo”. Como soy un curioso nato, le pediría que me enumere autores y obras asociadas a estos temas en la literatura de Salta, porque en mi trabajo de archivo, apenas, los he comenzado a encontrar en esas recientes voces -algunas se comentan en el artículo tan citado-, novedades que, antes de ser una obviedad, en verdad, no le interesan.
El resto del texto es una ristra de ataques que campean de mi estilo a mi desempeño profesional. Ante la necesidad de responder tantos agravios, mi umbral de cortesía vacila. Sobre este derroche, valoraré solo que los insultos concluyen con la futurología de que de mis apreciaciones pervivirán como perdura de los animales (los que el texto utiliza para ejemplificar en este pasaje son, naturalmente, carroñeros) el olor a mierda. La sección de cierre tiene sus logros discursivos sulfurados, no puede negarse, pero de los que se comprenderá, desde luego, no hay idea por desmontar.
Podemos discutir ideas, debatir posiciones con convencimiento pasional, pero frente a la opción de aceptar muy campalmente acusaciones en las que se me señala como deshonesto, malicioso, ignorante, carroñero e improvisado en lo que digo, como no tengo la sangre de horchata que me alega Alejandro Luna, a todo ello digo que no, que se equivocan. Y agrego más, que para atrincherarse en el lugar de la defensa de una convicción o una imagen corrompan mi decir, para gestionar luego las causas de una reivindicación, es volver con un estandarte ganado de una batalla inexistente.
Antes de concluir el comentario de este texto deseo decir lo siguiente. Trabajo en la Universidad Nacional de Salta y el CONICET, dos lugares de formación que respeto y valoro como hijo de la educación pública de este país. Estos espacios no son garantes de impunidad para que pueda decir algo como se indica casi en tono acusatorio, en una representación que los convierten en mi atalaya para el vituperio; lo que digo y escribo es estricta responsabilidad de mi persona. Lo remarco, pues transitamos un contexto de bastardeo sobre la legitimidad de lo estatal por lo que, creo, conviene ser cauto en este punto. El que quiera atribuirse el rol de reivindicador de los valores arrebatados por los impunes que lo haga, pero que deje afuera de esta operación las instituciones donde trabajo.
Los poetas no necesitan guardianes de la memoria, los poetas salteños que se han nombrado tienen un lugar plenamente ganado en la literatura argentina. Acreditan una obra luminosa que gravita por sí sola, una herencia que no es prerrogativa de nadie en particular. Encorsetar la poesía, que hoy dice una cosa y tal vez para otra generación dirá otras, igualmente definitorias, valida esencialismos identitarios que podrán ser capitalizables para las urgencias de la vida diaria, pero a la propia poesía acaban por esclerosarle los sentidos, se los achatan, le amoldan divergencia, le emprolijan contradicciones. Mutilan formas del decir a una fuerza que se merece acompañantes cómplices y no carceleros.
Mi respuesta va tramando una polémica algo aveloriada, porque discute un artículo que se publicó en 2021, con dos textos algo inhabilitantes para la discusión, porque básicamente vienen a reprenderme con la surtida gama de adjetivos denostadores que portan: acepciones todas que dan vuelta sobre un objetivo final, que es intentar disciplinar sobre cómo leer la literatura de Salta. Con lo que dije en el artículo y con lo que complementa esta respuesta no vengo aquí a convencer a nadie de nada. Leer un poema, la trayectoria de un escritor o la vida cultural ofrece infinitas alternativas. Que cada quien haga con eso lo que quiera. Yo haré lo propio, seguir con mi oficio, que es estudiar y enseñar literatura.
Como creo ya suficientemente aclarados los puntos de vista, que no van a modificarse, porque las polémicas lo único que promueven es que se afiance el engolosinamiento de las posiciones de los aquí involucrados (y de los que vendrán), seguir no conduciría a ninguna alteración sustancial, por lo que no volveré a detenerme en estos asuntos.
Por todo eso, les pido a quienes van a acercar algún comentario sobre el tema, que por favor me lo haga por privado.
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