José Luis De Diego - Univ. Nacional de La Plata |
Cuando en el campo de la novela -mucho más que en cualquier otro género- debemos ocuparnos del orden de la representación y de lo representado, parece inevitable enfrentarnos a una de las categorías más transitadas por la crítica: el realismo. Si gran parte de la producción literaria del siglo XX intentó explicarse mediante la oposición realismo/vanguardia, aún es fácil percibir que el realismo pervive en muchos casos como el elemento dado o no marcado, y la vanguardia como lo marcado, como su reverso negativo. Incluso uno de los autores que mejor comprendió la significación de los movimientos de vanguardia, como Adorno, se refiere a la negatividad como una de sus características definitorias. Sin embargo, a medida que el tiempo pasó y que la vanguardia se fue consolidando como una suerte de clasicismo de nuestro siglo -a medida que los extravagantes y sofisticados pintores fueron ingresando al museo, según la conocida reflexión de Edoardo Sanguinetti[2]-, fue perdiendo su carácter transgresivo, y la progresiva aceptación social fue neutralizando los ribetes más escandalosos que rodearon su irrupción en los comienzos del siglo. La asociación entre vanguardia estética y vanguardia política postulada en los sesentas fue el último intento de dotar al campo estético de una virulencia revolucionaria que ya estaba en vías de extinción. A partir de allí, la vanguardia pareció fragmentarse entre los clásicos ya aceptados por el mercado y los nostálgicos de los sesentas -artistas que profesionalizaron su histrionismo, hippies de más de cincuenta años, constantes reciclamientos de grupos y hits musicales de entonces-: hoy, como afirma Piglia, la vanguardia es un género como cualquier otro. Desde esta perspectiva, es menester preguntarse si es posible referirnos a la producción novelística de las últimas décadas sin desembocar en el binarismo fatal de textos realistas vs. textos antirrealistas (otra vez, la negatividad, la definición por oposición). Todo indica que la respuesta a esa pregunta es negativa: a pesar de haber soportado críticas y severos cuestionamientos teóricos, la categoría "realismo" parece soportar inmune esos ataques.
¿Cuáles son las "soluciones" que han encontrado escritores y críticos para continuar aferrados a una categoría tan vapuleada?. Una solución es la adjetivación, un realismo adjetivado. Mediante este procedimiento, la categoría ha sido rescatada aun por sus más acérrimos detractores: así, un realismo de otro signo debía oponerse al realismo ingenuo o realismo decimonónico, un realismo crítico debía afirmarse frente a los imperativos del realismo socialista; y frente al crudo realismo de las llamadas "novelas de la tierra", se levantó en los sesentas la bandera del realismo mágico o maravilloso[3]. En nuestro país, ese gesto se puede advertir nítidamente en el "rescate" de la figura de Roberto Arlt; si se trata de un escritor realista, su realismo es metafísico -según la afirmación de Oscar Masotta[4]-, o excéntrico, de acuerdo con la formulación de Piglia ("Es demasiado excéntrico para los esquemas del realismo social y demasiado realista para los cánones del esteticismo"[5]). La adjetivación persiste incluso en escritores más recientes, cuyos textos difícilmente puedan ser calificados de realistas: César Aira, por ejemplo, afirmó que toda la literatura podía reducirse a variaciones sobre el realismo[6]; Marcelo Cohen habló de realismo inseguro[7]; Alberto Laiseca, de realismo delirante[8]. Aun cuando las formulaciones se acerquen a oximora más o menos llamativos, nadie parece escapar a la tentación de hablar de realismo toda vez que se refiere a su propio proyecto creador.
Una segunda solución busca referirse a un orden -o desorden- de cosas previo a su elaboración estética: no se habla, en este caso, de "realismo" sino de lo real. Así lo planteó Beatriz Sarlo con referencia a los textos producidos en años de la dictadura[9]:
Y es precisamente esa resistencia de lo real la que parece terminar con la ilusión de la representación mimética:
Pero es aquí cuando debemos volver a las formulaciones previas: porque es cierto que la resistencia de lo real acaba con la ilusión mimética, lo que no se puede demostrar fácilmente es que "ese núcleo resistente y terrible" pueda ser asociado a una coyuntura histórica o política determinada. Dicho de otro modo, por lo menos desde Macedonio Fernández y Borges, lo real es siempre "un núcleo resistente y terrible", y cualquier intento de dar cuenta de lo real mediante "un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos"[10] estará condenado al fracaso. Los ejemplos en Borges abundan y han sido citados numerosas veces; baste recordar el breve texto que cierra su primer libro de relatos -"Del rigor en la ciencia", en Historia universal de la infamia; más tarde reeditado en El hacedor-: desde entonces, todo intento de postular alguna forma de coincidencia entre el orden de lo real y el orden del lenguaje será sometido a disparatadas reductio ad absurdum: la memoria de Funes es un "vaciadero de basura", los mapas de los cartógrafos del Imperio perduran despedazados, el intento de Carlos Argentino Daneri es ridiculizado de antemano. Por tanto, si coincidimos en lo tantas veces repetido, en que la figura de Borges es el referente canónico más fuerte durante los ochentas, es posible advertir su legado en los novelistas de entonces: la imposibilidad de representar lo real, la desconfianza en la lengua como instrumento de esa representación imposible, el abandono de motivaciones históricas o psicológicas como órdenes previos a su elaboración discursiva. Los escritores encontraban en los textos de Borges aquello que por los mismos años descubrían en las complejas formulaciones de filósofos y pensadores extranjeros, especialmente franceses. Así, la lectura de Michel Foucault, Jacques Lacan, Roland Barthes, Jacques Derrida y otros, posibilitó dos operaciones: por un lado, de revaloración de o de retorno a Borges desde afuera -baste recordar el celebrado prólogo de Las palabras y las cosas, de Foucault, que comienza con una cita de Borges-; por otro, de coincidencia o confluencia de las llamadas teorías del texto o del intertexto -como prefiere Sarlo- con postulados teóricos que Borges había ficcionalizado treinta o cuarenta años antes. Se puede citar, a manera de ejemplo, la muy difundida Lección inaugural..., de Barthes:
Lo que para entonces resultaba novedoso es que la "inadecuación fundamental" no es sólo un fenómeno del siglo XX; en todo caso, el siglo XX hizo ostensible lo que "siempre es un delirio", aun en los momentos de apogeo de lo que el mismo Barthes llamó "la ilusión referencial". Así, desde mediados de los cincuenta, la crítica francesa brinda los instrumentos teóricos que posibilitarán la demolición de la tradición realista y, en la Argentina de los años setentas, la revalorización de un Borges "procesado en la teoría literaria que tiene como centro al intertexto".
Sin embargo, el aserto de Sarlo en lo que se refiere a "los años setenta" -según lo hemos visto, por ejemplo, en la operaciones críticas de Los Libros, en las que se advierten con nitidez las marcas de la crítica francesa- no parece proyectarse a los ochentas. Porque si a la lectura "contenidista" de los sesentas sucedió la lectura "procesada en la teoría literaria" de los setentas, no es ni una ni otra la que prevalece en los ochentas -recordemos que el texto de Sarlo es del ‘83-. Es posible identificar la recepción de Borges en los ochentas con la tarea crítica -y esto incluye tanto textos ensayísticos como de ficción- de Piglia y de Saer, dos de los escritores "faro" de las últimas décadas: se podría afirmar que esa tarea crítica coincide, por un lado, en un rechazo -o por lo menos abandono- de los postulados de la crítica francesa -la celebrada intertextualidad de los textos borgeanos-; y por otro, en un rescate de cuanto hay en la obra de Borges de irreductibilidad y de radicalidad toda vez que se piensan las sinuosas relaciones entre ficción y política. Es finalmente esta lectura la que permite asociar a Borges con Arlt en el podio canónico, asociación que aparecía como imposible entre dos autores que siempre había sido vistos como antagónicos; a ese podio se sumará también -y diría que por las mismas razones- Macedonio Fernández, otro autor que, salvo en las aisladas reivindicaciones ya mencionadas de Literal y de Crisis, apareció desdibujado en los primerossetentas, frente a la omnipresencia de Cortázar, Marechal y Sábato, entre otros. Desde esta perspectiva, que Piglia y Saer han desarrollado y consolidado, lo real ya no es un orden externo y previo al que la literatura puede -y debe- transformar en su objeto, ni tampoco un orden sólo discursivo, una construcción lingüística, de palabras, que, en el juego intertextual, no hace más que predicar su esterilidad para representar la radical alteridad de las cosas[12]; lo real es, ahora, "un núcleo resistente y terrible" (Sarlo), "un núcleo secreto" (Piglia), "una selva espesa" (Saer), una dimensión que es menester explorar, problematizar y densificar, exponiendo su carácter enigmático e irreductible. Contra el afán totalizante del realismo clásico, contra los juegos experimentales de una vanguardia agotada, contra la barbarie monolítica y excluyente del discurso autoritario, contra las variadas formas del progresismo bienintencionado, contra la pretendida transparencia de los mensajes mediáticos: allí es donde la literatura se encuentra con la política, en una política de la escritura, permanentemente atenta no sólo a los modos de situarse en una tradición que reconoce como propia, sino también plenamente consciente de los modos de circulación material de los bienes simbólicos en el mercado. Se postula, de esta manera, un nueva teoría de los vínculos entre literatura y política que a primera vista parece paradójica: en el gesto de retirar la literatura de la política -concebida como en los años setenta-, se reafirma el carácter político de su función:
Como se ve, la impugnación del realismo ya no viene de la mano de poéticas vanguardistas o antirrealistas, en el sentido de una oposición que marcó las prácticas estéticas de los sesentas y los primeros setentas, y demuestra hasta qué punto esa oposición -todavía presente en numerosos esquemas de la crítica literaria- resulta insuficiente y aun anacrónica para intentar explicar o meramente caracterizar la producción literaria de los ochentas. Porque al desplazar el objeto de la discusión desde el realismo -y con él, del valor representativo de la literatura (por ejemplo, los debates teóricos sobre la teoría del reflejo)- a lo real, el interrogante que se plantean los escritores -y con ellos, los críticos[13]- cambia: ya no es cómo dar cuenta de la totalidad del mundo social, ni tampoco cómo dar cuenta de ciertos fragmentos de esa totalidad que por su carácter significativo permitan ver el todo; pero tampoco el gesto vanguardista -antirrealista- que celebra la autonomía del arte como una forma de emancipación de la fidelidad al realismo para afirmar otra fidelidad a otra realidad, a la que sólo podrá accederse en la medida en que se modifiquen radicalmente los instrumentos y las técnicas de representación. Lo que aparece ahora, y es perceptible en la narrativa de los ochentas, no es ni la fidelidad ni la ruptura respecto de lo real, sino la incertidumbre; se abandonan las actitudes celebratorias y arrogantes (ya sea en el sentido que la literatura puede modificar la realidad, o en el sentido que la literatura puede emanciparse de la realidad) y se instala el interrogante: quiero decir que el interrogante no es previo a la representación, sino que el interrogante es el principio constructivo de la representación. Es el interrogante que atraviesa los principales textos de los inicios de la década: Respiración artificial (1980), de Piglia;Nadie nada nunca (1980), de Saer; La vida entera (1981), de Martini; El vuelo del tigre (1981), de Moyano.
¿Es posible explicar -o al menos conjeturar- las causas de estas transformaciones?. En diciembre de 1983, dijimos, Beatriz Sarlo publica su "Literatura y política", y en el número previo de Punto de Vista, de agosto del mismo año, Nora Catelli escribe un artículo titulado "La vuelta a la narración"[14]. Lo interesante de contrastar ambos textos, tan cercanos en el tiempo, es el hecho de verificar que lo que Catelli describe como un fenómeno generalizado, aplicable a la literatura occidental, Sarlo lo describe como un fenómeno localizado, aplicable a la literatura argentina. En su trabajo, Catelli se refiere a la publicación en 1981 de La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa, y de Il nome della rosa, de Umberto Eco (traducida al castellano en 1982 y editada por Bruguera). Estos textos parecen demostrar una serie de transformaciones que caracterizarán la novela de los ochentas: el agotamiento de la experimentación y la "vuelta a la narración". Catelli se vale de la figura de la célebre parábola bíblica para hablar del "novelista pródigo": el novelista que ha vuelto a la narración ya no es el mismo:
La emergencia del novelista pródigo y de la vuelta a la narración implica, según Catelli, un replanteo de la cuestión del realismo, y se pregunta: "¿No es esta vuelta a la narratividad un experimentalismo al revés?". El novelista pródigo ha perdido la inocencia: quiere volver a narrar y sólo tiene entre manos un instrumento del cual desconfía. Ya no puede haber pacto de transparencia ni ilusión de totalidad. Concluye Catelli:
En "Literatura y política", Sarlo reafirma este diagnóstico de "novela híbrida" (Catelli) o de "discurso mestizo" (Avellaneda) y, en el rastreo de los "varios orígenes" de estas mutaciones, menciona dos. Por un lado, "la crisis de la forma ‘relato’, que es un capítulo más de la larga crisis del realismo"; y agrega: "Este sería su origen literario..." (p. 8); por otro,
Esta hipótesis de los dos "orígenes" para caracterizar -y aun explicar- la literatura argentina de los segundos setentas y principios de los ochentas resulta coincidente, sólo parcialmente, con el diagnóstico establecido un año antes por Juan José Saer. En un trabajo titulado "Literatura y crisis argentina", de 1982[15], Saer explicita otra versión de la "doble determinación":
Como vemos, Sarlo establece un "origen literario" -las transformaciones producidas en la evolución del sistema literario- y un origen histórico-contextual: "experiencias sociales", escritores "asaltados por la historia". Saer coincide, a grandes rasgos, con el primero -la "determinación interna"-, pero minimiza el segundo, ya que las determinaciones operan "a pesar de los brutales cambios políticos de los últimos tiempos"; postula, en cambio, una segunda determinación "de orden planetario". Sarlo parte de la oposición literario / histórico-social; Saer autonomiza la discusión, se sitúa en el campo de lo literario y desplaza la oposición hacia lo interno-nacional / lo global-planetario.
Resuena, en las diferencias entre ambas hipótesis, la controversia que planteáramos al comienzo del capítulo con relación a los textos benjaminianos, y podríamos decir que éste fue uno de los núcleos que marcaron las posiciones de los escritores en el campo literario de los ochentas. Porque es posible advertir un primer momento -aproximadamente entre el ‘82 y el ‘86- en el que se tiende a privilegiar el segundo "origen" que plantea Sarlo: las marcas de la experiencia histórica, la presencia de esas marcas en el procesamiento simbólico de la experiencia; y un segundo momento -fechable hacia el ‘89, con la asunción de Carlos Menem y el conjunto de transformaciones que se resumió en la fórmula "reforma del Estado"-, en el que la "segunda determinación" que plantea Saer ocupa el centro del debate. El desplazamiento, por lo tanto, va desde cómo hablar, cómo representar o qué testimonio se puede brindar de un contexto político que alteró decisivamente el orden de la experiencia, hacia cómo posicionarse, en tanto escritores, ante la omnipresencia del mercado y el imperio de medios de comunicación que parecen amenazar con la fórmula: a mayor sofisticación tecnológica, mayor frivolidad. Ya en 1990, en el periódico encuentro de escritores y críticos que organiza la Fundación "Dr. Roberto Noble", el tema de la convocatoria fue "Literatura y medios de comunicación": mercado, cine y televisión, videoclips, zapping, ordenadores y realidad virtual se suceden en las intervenciones de los participantes quienes, en muchos casos, lejos de lamentar la agonía del libro y la literatura, celebran su "inutilidad" y, por ende, su definitiva autonomía.[16] Esta preocupación creciente por la relación con el mercado -que desplaza a la discusión acerca de la política y, mucho más, acerca de la revolución- puede leerse también en la opiniones de dieciocho escritores argentinos que publicó La Maga en 1993.[17]
A la distancia, es posible reflexionar sobre los efectos de ese juego de determinaciones que de algún modo testimonian las obras que por entonces se estaban publicando. Mirado el problema desde ese lugar, es posible señalar -con Sarlo- que existe en la mayoría de aquellos textos una suerte de doble fidelidad: por un lado, a cierta tradición en la retórica de la representación -no hay que olvidar que la mayoría de los escritores reconocían en los sesentas sus años de aprendizaje-; por otro, a la necesidadd de testimoniar, de algún modo, los hechos de horror que ocurrían -o habían ocurrido- en el país. Sin embargo, no parece haber una fuerte imbricancia entre estas dos fidelidades, ya que, contra lo que suele afirmarse, el impacto de la dictadura no fue una "determinación" relevante a la hora de evaluar la evolución de la serie literaria. Pongamos por caso a los tres autores que ocupan un lugar central en el interés crítico de los noventas: Manuel Puig, Juan José Saer y Ricardo Piglia.[18] Si contrastamos la producción de los autores citados anterior al golpe militar con la producida durante o publicada poco después del fin de la dictadura -de La traición de Rita Hayworth a El beso de la mujer araña, y de allí a Pubis angelical; de El limonero real y La mayor a Nadie nada nunca; de "Homenaje a Roberto Arlt" a Respiración artificial-, es notable hasta qué punto en todos los casos la realidad política que vivía la Argentina aparece incorporada en los textos como material, pero se elabora a partir de proyectos creadores con un alto grado de autonomía, como si la segunda de las "fidelidades" debiera adecuarse a la primera. Insisto: la incorporación a los textos de ese material contextual -la cárcel y la tortura en El beso..., la asfixia y los asesinatos en Nadie..., la censura y el exilio en Respiración...- no alteró sustancialmente los modos de procesar la experiencia mediante la narración, ni las marcas retóricas de ese procesamiento, ni lo que podemos llamar genéricamente el orden de la representación. Lo que resulta relevante y diferencial en la poética de los tres autores es llamativamente coherente en la producción de antes, durante y después de la dictadura. Lo dicho intenta demostar -como tantas otras pruebas a lo largo de la historia- que modificaciones profundas de orden político-social no implican necesariamente modificaciones significativas en el orden de las representaciones simbólicas. Si uno piensa en otros autores que publicaron por aquellos años, como Rodolfo Rabanal, David Viñas, Osvaldo Soriano o Jorge Asís, se encontrará que allí también existe una fidelidad mayor a un proyecto creador previo y en él se pone de manifiesto la necesidad de dar testimonio de un durísimo impacto sobre la experiencia mediante la incorporación del material contextual. También existen, seguramente, excepciones: quizás un caso a considerar sea el de Juan Martini, ya que La vida entera sí representa una transformación significativa en su narrativa respecto de su producción anterior y es, además, llamativamente diferente de su producción posterior -las cuatro novelas "de Juan Minelli"-; paradójicamente, se trata de un autor que se sitúa insistentemente en la defensa de la autonomía del escritor ante las presiones de lo real.[19] Sí, en cambio, se pueden advertir transformaciones más críticas en lo que llamamos el segundo momento de los ochentas, cuando la "segunda determinación" de la que hablaba Saer se ubica en el centro de la escena, transformaciones acentuadas por una suerte de recambio generacional en el censo de escritores[20] y por un proceso creciente de recanonización de la tradición literaria argentina.
[1] Este trabajo -con ligeras modificaciones- reproduce un fragmento del capítulo VII de la tesis doctoral Campo intelectual y campo literario en Argentina (1970-1986), presentada y aprobada en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata, y editada con el título "¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?". Intelectuales y escritores en Argentina (1970-1986). La Plata, Editorial Al Margen, 2001.
[2] Sanguinetti, Edoardo. "Sociología de la vanguardia" (En: V.A. Literatura y sociedad. Traducción de R. de la Iglesia. Barcelona, Martínez Roca, 1969; pp. 13-33). [3] En oportundidad del traslado de los restos de Pablo Neruda en 1992, el Presidente del Partido Comunista chileno, Volodia Teitelboim, dijo: "Aquí el realismo mágico de García Márquez o lo real maravilloso de Alejo Carpentier se transformaron en lo real espantoso" (En: Boletín de la Fundación Pablo Neruda, Año V, Vol. 6, Nº 15. Santiago de Chile, 1993; p. 20). [4] Masotta, Oscar. Sexo y traición en Roberto Arlt. Buenos Aires, Jorge Alvarez, 1965; p. 19. [5] Piglia, Ricardo. Crítica y ficción. Cit.; p. 32. [6] Aira ha manifestado constantemente su admiración por los grandes textos del realismo clásico, incluso con relación a su propia tarea de novelista: "Cuando era joven quería escribir grandes novelas realistas y a los cuarenta años me di cuenta que había escrito veinte novelas chistosas" (En: Speranza, Graciela. Primera persona. Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 1995; p. 229). [7] Cohen, Marcelo. "Apuntes para un realismo inseguro". (En: El Cronista Cultural. Buenos Aires, 15 de mayo de 1993). Véase, al respecto,: Chiani, Miriam. "Escenas de la vida postindustrial. Sobre El fin de lo mismo de Marcelo Cohen" (En: Orbis Tertius, Nº 1. Centro de Teoría y Crítica Literarias, Facultad de Humanidades, UNLP, 1996; pp. 117-129). [8] Dice Laiseca: "Lo que se ha dicho siempre es que sos realista o sos delirante, como si fueran incompatibles. Justamente la idea es que armonicen. No es en absoluto incompatible lo realista con lo delirante, uno es motor del otro" ("Deschavar la metafísica, los plagios y las ontologías chichi". Entrevista de Verónica Delgado y Federico Reggiani [En: La Muela del Juicio, Nº 5. La Plata, diciembre de 1994-abril de 1995; p. 11]). [9] Sarlo, Beatriz. "Política, ideología y figuración literaria". (En: Balderston, Daniel y otros. Ficción y política. La narrativa argentina durante el proceso militar. Buenos Aires, Alianza, 1987; pp. 30-59). [10] Borges, Jorge Luis. "El idioma analítico de John Wilkins" (En: Otras inquisiciones. Buenos Aires, Emecé, 1951). [11] Barthes, Roland. Lección inaugural de la cátedra de semiología lingüística del Collège de France, pronunciada el 7 de enero de 1977. Trad: Oscar Terán. 3º edición. México, Siglo XXI, 1986. [12] Dice Piglia: "Yo tomo distancia respecto a la concepción de Foucault que a menudo tiende a ver lo real casi exclusivamente en términos discursivos" (En: Crítica y ficción. Cit.; p. 15) [13] Sirva como ejemplo, una vez más, la "recanonización" de Roberto Arlt: "Pero el mal no es solamente la consecuencia o el efecto de la jerarquía social, ni tampoco que las novelas de Arlt representan -como doblándolo en la ficción- a un mundo donde las jerarquías existen. Sino que en el mal (...) ese mundo se nos presenta." (Masotta, Oscar. Sexo y tración en Roberto Arlt. Buenos Aires, Jorge Alvarez, 1965; p. 66. La cursiva en el original). "Este es el material que él [Arlt] transforma, que hace entrar en ‘la máquina polifacética’, para citarlo, de su escritura. Arlt transforma, no reproduce. En Arlt no hay copia del habla." (Piglia, Ricardo. Respiración artificial. Buenos Aires, Pomaire, 1980; p. 170). "Los actos que la conspiración arltiana programa constituyen a la sociedad entera en un cuerpo sobre el cual ejercer una fuerza; de ahí que no aspiren a reproducir lo real, sino a producirlo." (Pauls, Alan. "Arlt: la máquina literaria" [En: Montaldo, Graciela y colaboradores. Yrigoyen, entre Borges y Arlt (1916-1930). Viñas, David (dir.). Historia social de la literatura argentina. Tomo VII. Buenos Aires, Contrapunto, 1989; p. 318]). Presentar, transformar, producir, son los términos que la crítica opone a la representación/reproducción de lo real -y el itinerario que va de Masotta a Piglia y de Piglia a Pauls no es casual ni inocente: los sesentas, los setentas, los ochentas-. [14] Catelli, Nora. "La vuelta a la narración" (En: Punto de Vista, Nº 18. Buenos Aires, agosto de 1983; pp. 38-40). Catelli volvió sobre el tema, una década más tarde, con su excelente artículo: "¿Ya no hay invitados a la mesa de Orlando?" (En: Letra Internacional, Nº 27. Madrid, invierno de 1992; pp. 57-60). [15] El trabajo se encuentra reproducido en: Kohut, Karl y Pagni, Andrea (eds.). Op. cit.; pp. 105-121; y en: Saer, Juan José. El concepto de ficción. Cit.; pp. 99-126. Cito por el número de páginas del segundo. [16] Narrativa argentina. Tercer Encuentro de Escritores Dr. Roberto Noble. "Literatura y medios de comunicación". Presentación y selección de textos: Liliana Lukin. Buenos Aires, Serie Comunicación y Sociedad, Cuaderno Nº 5, Fundación Dr. Roberto Noble/Clarín, 1990. [17] "Los escritores argentinos debaten acerca de la relación entre la literatura y el mercado". Entrevistas de Miguel Russo (En: La Maga, Nº 71. Buenos Aires, 26 de mayo de 1993; p. 47). [18] En el ya citado Tomo 11 de la Historia crítica..., aparecido en el 2000, son los únicos tres autores cuya obra merece una consideración exclusiva (Cfr., en el apartado "Figuras", los trabajos de José Amícola [Puig], de Miguel Dalmaroni y Margarita Merbilháa [Saer] y de Jorge Fornet [Piglia]). [19] Cfr. Martini, Juan. "Espeficidad, alusiones y saber de una escritura" (En: Sosnowski, Saúl [comp.]. Represión y reconstrucción de una cultura: el caso argentino. Buenos Aires, EUDEBA, 1988; pp. 125-132). [20] Respecto de ese recambio, se pueden mencionar los fallecimientos de Cortázar (1984), Mujica Láinez (1984), Borges (1986), Di Benedetto (1986), Costantini (1987), Puig (1990), Moyano (1991) y, algunos años después, Soriano (1997). |
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22 de enero de 2015
Realismos adjetivados
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