22 de agosto de 2022

Pequeña ecología de los estudios literarios

 El campo y la ciudad

Reseña de Pequeña ecología de los estudios literarios de Jean-Marie Schaeffer.

por Mariano Vilar

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1. Paisaje

Nadie duda hoy por hoy que los estudios literarios, y humanísticos en general, forman un espacio habitable. Podemos cuestionar si las modalidades de ingreso, permanencia y expulsión son los más adecuados en cada contexto, o si las condiciones en las que posibilitan la supervivencia de sus habitantes reflejan adecuadamente sus necesidades existenciales. Pero estas discusiones (u otras de carácter más amplio) no niegan el hecho empíricamente comprobable de que la investigación en estas áreas se materializa todos los meses en pilas de papers, ponencias, tesis, conferencias y seminarios, a menudo realizados por individuos que pueden dedicar la mayor parte de su actividad profesional a estas tareas.

¿Qué sucede si intentamos observar el paisaje donde se realizan estas prácticas de forma panorámica? Nos encontraríamos entonces con un escenario similar al del cuadro de Corot. Un ámbito rural, ocupado por pequeñas agrupaciones de residencias conectadas por calles de tierra, que en algunos casos separadas por colinas, valles o ríos. Alguien podría decir que esta es la situación óptima para este tipo de estudios, y que aspirar a una modernización del paisaje mediante la construcción de autopistas destruiría su belleza rústica y su espiritualidad primitiva. Pero no es esto lo que sostiene Jean Marie Schaeffer en su Pequeña ecología de los estudios literarios, editada por Fondo de Cultura Económica y traducida por Laura Fólica.

Digamos para empezar que la metáfora del espacio rural para describir los estudios humanísticos (por contraposición al paisaje urbano de las ciencias “duras”) no es una idea de Schaeffer, sino que él la toma explícitamente de Tom Becher y Paul Trowler (2001). La motivación de esta metáfora se explica porque en las humanidades prima una lógica del aislamiento, en la que pequeños grupos buscan producir de forma más o menos autónoma sin contrastar críticamente sus presupuestos teóricos y epistemológicos con los habitantes de las regiones que los rodean. A esta tendencia a nivel micro (por ejemplo, en el interior de una única Universidad), se le suma otro aspecto más general: la raíz nacionalista de las investigaciones en literatura (y por extensión, otros fenómenos culturales), que hace de ciertas tradiciones un factor adicional de incomunicabilidad entre distintos enfoques.

Frente a este diagnóstico, podemos reaccionar de distintas formas. Podemos intentar discutirlo y decir que los estudios literarios no se corresponden realmente con este paisaje, y que existen formas de validación y contraste sistemático de hipótesis entre los grupos que en él habitan. Esto sería muy difícil, más allá de que hay algunas cuestiones menores que plantea Schaeffer que efectivamente, al menos a nivel local, es difícil ver [1]. Podemos, como sugeríamos más arriba, declarar nuestro amor por el paisaje inorgánico, segregado y en alguna medida “relajado” (aunque esto no implica que, como en tantos ambientes rurales, no existan grandes violencias entre los muros) de nuestras áreas de estudio. Esta postura quizás sería más fácil de defender (al menos, desde ciertos marcos teóricos), pero nos expone a algunas clásicas objeciones que se plantean cuando, por ejemplo, algún ministro de cultura o funcionario ligado de alguna forma a cuestiones de financiamiento institucional sostiene que los estudios humanísticos no son más que una teología hermética para iniciados que en nada contribuye con el desarrollo científico “real”, o también, a nivel más popular, que son sólo una forma de onanismo. Por último, podemos seguir a Schaeffer con su diagnóstico y ver hacia dónde nos conduce su propuesta de reconsiderar epistemológicamente la naturaleza de los estudios literarios. Es esto lo que intentaremos aquí, no sólo porque es nuestro principal objetivo dar cuenta del contenido de su libro, sino porque creemos que la mayor parte de sus planteos son acertados y concuerdan bastante bien con algunas de las ideas que sostenemos en esta revista desde su creación.

2. Crisis

Antes de continuar, este es un buen momento para mencionar que el libro de Schaeffer no sólo trata el problema del estatuto epistemológico de las humanidades en el contexto actual, sino que tiene a su vez otro eje: la “crisis” de las humanidades y su manifestación en los problemas de enseñanza de la literatura. En comparación al problema epistemológico, el interés y el tratamiento de este tema es muy inferior, con lo que nos proponemos resumirlo en pocos párrafos para poder concentrarnos en el auténtico meollo del asunto.

El libro se abre precisamente con un capítulo titulado “¿Crisis de la literatura o crisis de los estudios literarios?”, y la respuesta es claramente la segunda opción. No hay motivo para hablar de una crisis de la literatura, aun si los modos de apropiación, consumo y valoración social se han modificado mucho en relación con, digamos, la primera mitad del siglo XX. La crisis de la que habla Schaeffer, invitándonos a superarla, es la de la “cultura humanista” basada en la segregación de lo literario como una esfera superior del manejo de la palabra. La crisis auténtica está en los estudios literarios, y no tanto en su desarrollo a nivel superficial (ya que, como dijimos, abundan los espacios de producción académica y no académica de conocimiento sobre el tema) sino más bien en su legitimidad. Uno de los méritos del libro es que Schaeffer no enfoca esta cuestión a partir del tópico del “ocaso de la teoría literaria”, y aunque hace algunas alusiones a las principales escuelas teóricas del siglo XX, no considera en particular que la “ausencia” de este tipo de conceptualizaciones del fenómeno literario en general sea en sí misma un problema a tener en cuenta. Aunque su defensa del cognitivismo al final de su libro es sin duda partidaria (él mismo se dedica a este tipo de estudios), no puede decirse en rigor que su libro proponga el establecimiento de una teoría sobre la literatura en particular como forma de “superar” el duelo humanístico o la crisis de legitimidad.

El tema de la enseñanza es, desde la perspectiva de quien escribe esta nota, el más intrascendente del libro. Al menos, no ocupa un lugar protagónico en ninguno de sus capítulos. Schaeffer se limita a señalar, en varias ocasiones, que la forma en la que se plantea la literatura en los colegios franceses hace poco para estimular la lectura en los jóvenes, y propone algunas leves sugerencias bienintencionadas sobre lo lindo que sería una escuela que supiera guiar a los alumnos hacia una activación de la literatura como modo de acceso propio al mundo. Aquellas personas que se acerquen al libro interesadas en la pedagogía encontrarán poco de original en las ocasionales sugerencias de Schaeffer en este sentido.

Sin embargo, a nivel más general, hay una importante división que estructura todo el libro y que representa uno de los puntos de contacto entre su perspectiva sobre la investigación y los problemas de la enseñanza. Schaeffer sostiene que a menudo se ha mezclado, en los estudios literarios, un enfoque descriptivo con uno normativo. Mientras que el primero, siguiendo un espíritu empírico y/o fenomenológico, se basa en el intento de analizar la literatura y sus modos de circulación y funcionamiento, el segundo intenta dar una respuesta a la pregunta "qué es lo literario" basándose en alguna teoría sobre aquello que debe ser. El ejemplo que da Schaeffer de esta última tendencia no proviene de algún clasicista del siglo XVIII sino de los "estudios culturales", que desde su perspectiva, no hacen más que mantener el modelo normativo en la medida en que proponen un "contra-canon" que se opone al modelo de canon humanista, pero que no por eso deja de sostener una visión muy fuerte acerca de cómo la literatura debe afectar a nuestra construcción de valores. [2]

La confusión entre lo "normativo" y lo "descriptivo" no es sólo patrimonio de los maestros de escuela o los críticos literarios sino que, nos dice Schaeffer, aparece incluso entre los teóricos de la literatura. Esta confusión se da a menudo cuando se intentan sostener concepciones acerca de la "naturaleza" del hecho literario que de alguna forma presuponen (o indican explícitamente) una valoración acerca de lo que la literatura debería ser. Los ejemplos más obvios provienen probablemente de los distintos "formalismos" del siglo XX que tienden a asociar la literatura con una valoración axiológica ligada al juego de significantes como si en esto estribara su naturaleza intrínseca.

En todo caso, Schaeffer reconoce (y se ataja) en numerosas ocasiones a lo largo del libro que ambos enfoques son perfectamente válidos, y que han existido y existen numerosos críticos/teóricos que han sabido combinarlos de forma efectiva y autoconciente. No por esto deja de ser cierto que mantenerse alerta a las diferencias entre describir y normativizar resulta necesario para poder modificar el paisaje fragmentado y rural hacia una construcción del conocimiento donde las formas de validación puedan ser compartidas fuera de pequeños grupos relativamente aislados.

3. Comprensión e intencionalidad

La división entre enfoques normativos y descriptivos, aunque un poco simplista, resulta intuitivamente comprensible. Sin embargo, si intentamos pensar en la auténtica posibilidad de un estudio puramente "descriptivo" de algún fenómeno ligado a lo literario, nos encontramos con dificultades inmediatas. ¿Es posible siquiera "comprender" un texto literario sin partir de una serie de preconceptos axiológicamente motivados? ¿Qué clase de "descripción" puede considerarse "objetiva" en este área, fuera del conteo de sílabas? ¿Existen acaso "métodos descriptivos" equivalentes al "método científico" que podamos aplicar a la literatura? En pocas palabras, nos encontramos con la gran tradición hermenéutica, expresada ejemplarmente en Verdad y método de Gadamer, quien respondió negativamente a todas estas preguntas.

El diálogo con la tradición hermenéutica (que ocupa todo el capítulo V) es seguramente el aspecto más interesante del libro de Schaeffer, y tiene la ventaja adicional de informarnos sucintamente algunas de sus características. Digamos de entrada que lo que se propone Schaeffer no es negar su validez, ni tampoco (aunque a veces coquetea con la posibilidad) levantar los estandartes del positivismo cientificista en contra de las huestes de la circularidad hermenéutica. Más bien, su objetivo consiste en demostrar cómo muchas de las tesis centrales que provienen de esta línea de pensamiento han sido sobreinterpretadas abusivamente y que, por lo tanto, no se oponen realmente a la posibilidad de un enfoque descriptivo que busque producir una forma legítima de "verdad". Abandonar esta pretensión, dice Schaeffer en un giro muy poco posmoderno, es condenar a los estudios literarios a formar parte de la masa gigantesca de discursos intrascendentes que circulan en la sociedad prescindiendo de cualquier base crítica.

El núcleo del problema es identificado con una interpretación abusiva de la dupla “explicar” y “comprender” (donde el primer elemento se refiere al conocimiento de las causas que caracteriza las ciencias y el segundo la captación del significado propio de las humanidades) que identifica la “descripción objetiva” con la explicación. Dado que las ciencias humanas, según la hermenéutica filosófica se caracterizan por la “comprensión”, entonces la “descripción” quedaría por fuera de su alcance y toda pretensión de producir un conocimiento objetivable queda denegada. Lo que Schaeffer necesita demostrar es que es perfectamente posible, e incluso muy habitual, que describamos hechos intencionales como los que produce la cultura, y que la “comprensión” también está sujeta a criterios de verdad.

Uno de los argumentos más sencillos para demostrar esto es la clásica defensa contra toda forma de relativismo extremo. ¿Cómo puede decirse que no existen criterios de verdad y pretender que esa misma enunciación quede por fuera de esa autolimitación? Schaeffer cita algunos comentarios desdeñosos de Heidegger en contra de ese tipo de argumentación dialéctica, pero no deja por eso de sostener que la pregunta es pertinente para entender “el decir humano”. A nivel más general, su argumentación apunta a demostrar que en nuestra experiencia diaria podemos comprender y explicar adecuadamente, y podemos comprender o explicar de forma equivocada. Como seres humanos, producimos hipótesis sobre hechos intencionales tales como enunciados en una conversación, en un cartel publicitario, o en una novela de Joyce. Aun si se trata de hechos claramente diferentes a la fotosíntesis de un geranio, no hay motivo para negarles a priori la posibilidad de una descripción.

Por supuesto, esto trae como mínimo dos preguntas. La primera, más general, es: ¿existe un método (o un conjunto de métodos, o de presupuestos metodológicos) que podamos aplicar para producir descripciones “correctas” de fenómenos culturales?, y la segunda, más específica: ¿no es engañoso hablar de “hechos intencionales” para pensar en obras literarias? Todos podemos aceptar que en la conversación diaria podemos entender “bien” o “mal” un enunciado, en la medida en que aceptemos que el criterio de verdad es lo que nuestro interlocutor quiso decir. Pero cien años de teoría literaria nos ponen automáticamente en alerta frente a cualquier intento de justificar una lectura en base a la intención autoral. Sólo en el caso de lo que Schaeffer llama “hermenéutica filológica” (una combinación de crítica textual y filología historicista) podemos manejarnos libremente dentro de ese esquema, aunque incluso aquí admitiríamos excepciones.

La primera de estas preguntas no recibe una auténtica respuesta. La segunda en cambio ocupa el capítulo VI del libro, en donde Schaeffer sostiene que pretender prescindir de la idea de “intención” para pensar un texto (literario o no) es literalmente imposible, ya que el acto de comprensión de un hecho lingüístico implica siempre pensarlo en términos de intencionalidad. El hecho de que los textos literarios a menudo tiendan a utilizar recursos que desplazan la imagen de un “autor” en pos de la del narrador (o algo equivalente) no elimina este condicionamiento necesario de nuestra comprensión. Por supuesto, esto no significa que el criterio “autorial” deba ser aceptado como piedra de toque para la validación de hipótesis. Para Schaeffer, las teorías textualistas y las autoriales no se oponen entre sí, sino que se presuponen inevitablemente: no hay forma de llegar a la intención de un texto sin el texto, ni tampoco hay texto que no presuponga una intencionalidad. No es una cuestión sobre la que los estudios literarios deban tomar partido en términos excluyentes, dice Schaeffer, si esperan lograr una comprensión adecuada de su objeto.

4. Las puertas abiertas del conocimiento acumulativo

Hemos recorrido algunas de las tesis centrales de la Pequeña ecología de los estudios literarios. Podríamos acusar una cierta megalomanía por parte de su autor, que pareciera decirnos que él puede resolver debates gigantescos y complejísimos sobre las cualidades epistemológicas y filosóficas de los fenómenos literarios en 122 páginas. Aunque su estructura conceptual y su prosa dan una sensación agradable de solidez y racionalidad, no deja de ser cierto que el libro deja muchísimas preguntas sin responder sobre todos los temas que trata. Por momentos pareciera que nos ofrece un camino sólido para atravesar un abismo, pero sólo a condición de que no intentemos mirar hacia los costados. En este último apartado haremos una rápida mención de algunas de estas cuestiones, y luego intentaremos pensar en su relación con nuestro medio local.

Desde nuestra perspectiva, el mayor problema es la ausencia de un trabajo más fino sobre problemas de método. Schaeffer coquetea con el positivismo (sin en ningún momento identificarse con esta categoría) y discute con Gadamer y con ciertas variantes del posmodernismo. Sostiene, como vimos, la importancia de pensar en una “descripción” de carácter no-normativo que aspire a ser verdadera según criterios compartibles. Sin embargo, en ningún momento toma una posición comprometida en relación con cuestiones metodológicas, y no queda para nada claro si su proyecto de construir autopistas en el paisaje rural y fragmentado de los estudios literarios admitiría o no una pluralidad metodológica, o si se prefiere, cuáles serían los “requisitos” para que un método pueda aspirar a formar parte de la concepción que él defiende de los estudios literarios. Schaeffer habla brevemente de sus propios estudios (mayormente de su libro ¿Por qué la ficción?, editado en España en el 2002), que se ubican grosso modo dentro de las variantes cognitivistas. Esto le resulta muy conveniente, ya que dentro de esa área de los estudios literarios podemos esperar que se elaboren hipótesis que cumplan con criterios incluso “científicos” (en el sentido tradicional) de validación, y en donde es bastante factible prescindir de enfoques normativos imbuidos en cuestiones axiológicas. En otras áreas la mezcla parece casi inevitable, y Schaeffer por lo demás no es un purista. Admite que muchos estudiosos de la literatura o de las humanidades en general han sabido combinar magistralmente los distintos enfoques que él intenta discriminar. Gadamer mismo es un exponente ejemplar.

El libro padece también de una cierta falta de ejemplificación. Resultaría interesante que detallara mejor qué enunciados pertenecerían, para él, a un enfoque propiamente descriptivo como el que le interesa sostener, y cuáles caerían por fuera. A su vez, la explicación sobre el autorialismo y el textualismo es teóricamente interesante, pero no nos deja casi ninguna pista acerca de cómo podríamos aprovecharla para realizar estudios no exclusivamente cognitivistas sobre textos concretos o problemas de interpretación en general.

Más allá de esto, el texto nos interpela como agentes activos dentro del campo de los estudios literarios. Sus propuestas finales apuntan explícitamente a la posibilidad de mejorar el intercambio científico en las humanidades:

“Así, debería emerger un sólido consenso respecto del estado del arte en un momento dado para una cuestión dada, en el que se establezca un repertorio de los impasses y las vías sin salida transitados, se identifiquen los interrogantes del futuro y por supuesto, se elaboren modalidades de evaluación compartidas y sobre todo explícitas (en términos de administración de la prueba, confirmación e invalidación). Cuanto más gane en consistencia esta comunidad, más se desarrollará el carácter acumulativo de los trabajos en el campo de los estudios literarios y de las Humanidades en general.” (p.119)

¿Ingenuidad? Sin necesidad de entrar en detalles, cualquiera que conozca al menos superficialmente el tipo de "vínculos" que existe, por ejemplo, entre la mayoría de las cátedras de muchas universidades sabe que la sola posibilidad de aspirar a acuerdos como los aquí propuestos está muy lejos. El atractivo de la comunidad rural y sus pequeños feudos a menudo suele ser más fuerte para quienes hayan logrado acomodarse en ellos. Por otro lado, cabría preguntarse desde qué lugar se podría promover, en nuestro ámbito local, la posibilidad de este tipo de intercambios. ¿Quién puede atribuirse el lugar de determinar cuáles son las "vías sin salida" y los "interrogantes sin futuro"? ¿El CONICET? ¿un consejo de notables seleccionados de cada Universidad? ¿El pueblo? La construcción de una ciudad y sus autopistas siempre implica una dosis importante de destrucción. ¿Quién indemnizaría a los damnificados, a aquellos cuyos trabajos no respondan a la lógica científica-acumulativa que pregona Schaeffer?

Pensado a nivel macro, ciertamente resulta difícil pensar la posibilidad de delinear de forma clara, "desde arriba", el camino de las investigaciones humanísticas. A un nivel quizás menos ambicioso, pero más inmediato (y sobre el que cada uno, aunque no forme parte de un consejo de notables, puede incidir), sus sugerencias son más que atendibles: nos incita a construir formas de producción y validación del conocimiento sobre lo literario (y sus esferas adyacentes) que puedan ser compartidas y a su vez utilizadas para avanzar acumulativamente dentro de las áreas de investigación en la que participamos. Generalizar sobre las dificultades que implica este proceso es prácticamente imposible. Desde esta revista venimos planteando la importancia de poner sobre la mesa cuestiones metodológicas, pero eso no significa que ignoremos que en muchos casos los problemas institucionales, los problemas de financiamiento, los problemas de recursos bibliográficos y (tan lamentablemente a menudo) los problemas ligados a la falta de voluntad de muchos académicos para establecer formas de intercambio productivas puedan ser incluso más determinantes.

Terminemos con un aliento schafferiano para no perder las esperanzas:

“Justamente esta voluntad de contrastar las hipótesis de los otros es lo que más hace falta. Ahora bien, sólo esta interacción generalizada de hipótesis y trabajos puede llevarnos más lejos. ¡Cuántas veces nos quedamos sin cruzar puertas abiertas!”.(p.120)

Notas

[1Por ejemplo, en el panorama de la investigación en humanidades que describe se privilegia fuertemente lo grupal. En nuestro ámbito esto parece ser cierto sólo en pocos casos, ya que aunque existen muchas instancias grupales (en muchos casos, carentes de contenido u organicidad), el individualismo pareciera ocupar un lugar más destacado en el desarrollo de las investigaciones

[2Es interesante señalar que para Schaeffer, el hecho de que los "estudios culturales" continúen utilizando los métodos típicos de teorías anteriores (como el close reading característico de la "Nueva crítica" norteamericana) es un indicio de que no proponen realmente una alternativa a los estudios de corte normativo "humanista" con los que discuten.

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