El caso del enamorado portugués nos llama la atención en una primera lectura como epítome de la fragmentariedad del tiempo, de la posibilidad de narrar y de la vida. Entre en el capítulo 9 del Libro I del Persiles y Sigismunda para mostrarnos cómo se muere de amor y cómo el tiempo de vida equivale al tiempo de la narración.
Pero en cuanto empezamos a escribir una ponencia sobre él vemos qué, contradiciendo descaradamente esa primera impresión todo en su caso es desborde, exceso y salirse de los límites: no solo narra sino que poeta, no se muere de amor sino de falta de decodificación dentro de una relación parapetada en las convenciones que lejos está de ser amor-amor, no se muere cuando ella lo deja sino luego de peregrinar y bogar y cantar y contar, no desaparece de la novela al morir sino que reencontramos su epitafio dos libros más adelante y hasta lo encontramos vivo en el cuerpo real de la persona real amiga de Cervantes a quien el autor metió en la novela para matar antes de morir pero, a la vez, para darle vida eterna luego de ambos muertos.
Así, el soneto que escuchan los peregrinos como primera marca textual de la voz del Manuel de Sosa Coitiño puede servirnos para leer la alegoría cervantino, no del amor ni del peregrinar tan comunmente asociados a la nave y el mar, sino,excesiva y desviadamente, a la creación poética y al plus de vida que ésta otorga. Esto se vuelve particularmente significativo si lo leemos a la luz del prólogo al Persiles y Sigismunda: texto póstumo de Cervantes y encabezado por su propia declaración de haber sido escrito después de la extremaunción, es decir, de nuevo, en un tiempo suplementario, un exceso de vida posible, construible, más allá de la muerte.
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